Por Hesnor Rivera
Entre esas citas siempre recuerdo una que perturbó los días del
final de mi adolescencia. Es una frase de un personaje de la novela “Otras
voces, otros ámbitos”, del novelista norteamericano Truman Capote. Ese
personaje dice, teniendo como auditorio la atención de un niño: “Trabajamos en
la oscuridad, hacemos lo que podemos, damos lo que tenemos. Nuestra duda es
nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea”. En el libro, la frase está
referida al fracaso humano cuando trata de lograr que las cosas se completen;
que la mayoría de las vidas no sea más que una serie de episodios truncos.
Confieso que, desde que leí aquella frase dudé de la bondad
absoluta del éxito material, como satisfacción básica y estímulo de la
felicidad del espíritu humano. Naturalmente, el triunfo siempre será
emocionalmente grato, e invito a todos a lograrlo respecto a las decisiones que
se adopten. Pero es necesario protegerse, mantenerse alerta frente al
aletargamiento de la conformidad con que el éxito, en un acto de aparente
compleción, conspira contra la marcha constante del motor infernal o divino de
la duda, y contra el forcejeo continuo de la pasión que se gesta al calor de la
duda, como un engendro heroico, capaz de agotar insaciablemente todas las
posibilidades existentes más acá o más de cualquier triunfo.
Desde entonces creo que la duda y la pasión serán siempre las
vueltas y revueltas del laberinto, los túneles por donde se logrará acceder a
las altas fuentes de la creación en todos los órdenes, particularmente a las de
las artes de la palabra.
Otra de esas citas es la que se corresponde con aquella
definición, ampliamente divulgada, de acuerdo con la cual “yo soy yo y mis
circunstancias”, formulada por José Ortega y Gasset, en una de las crónicas
recogidas en los ocho volúmenes de su obra “El Espectador”, y esbozada como
certero hallazgo filosófico en su ensayo “El tema de nuestro tiempo”. Ortega y
Gasset, combatido con frecuencia y no muy bien tratado en su patria española,
pero muy admirado y leído en gran parte del mundo, hace tal afirmación
partiendo de la idea –según dice uno de sus comentaristas– de la vida humana,
concebida como diálogo dinámico entre el yo y las cosas; como invención,
proyecto o faena poética, frente a la parcialidad errónea del idealismo y la
del realismo. De donde concluye Ortega que “vivir es tratar con el mundo,
dirigirse a él, actuar en él, ocuparse de él”. Todo esto concuerda con la
observación del mismo Ortega en “El tema de nuestro tiempo”, cuando afirma que
“cada individuo es un punto de vista esencial e insustituible, nuestra verdad
parcial es parcial, pero verdad”, y agrega más adelante que la aceptación de la
faena que nos propone el destino es el tema de nuestro tiempo.
La conocida afirmación del escritor español me ha hecho
constantemente retornar a la visión y revisión permanente de una imagen de ningún
modo estática, pero que me rodea con fija persistencia. Esa imagen es la de
verme en medio de un mar de circunstancias que se atropellan, que se anulan,
que se repotencian entre ellas, que se convierten en espejo cambiante frente a
los espejos también mutables que son cada una y todas las circunstancias
mismas.
Debo advertir que dentro de ese ámbito de imbricados y
alucinantes efectos, parecen moverse las ideas sobre lo heterogéneo como
esencia del arte, y sobre lo homogéneo como sustento de la ciencia; ideas
manejadas por los poetas apócrifos Abel Martín de Juan de Mairena, en los
escritos filosóficos que les atribuye su creador, Don Antonio Machado. Además,
estoy tentado de creer que el viaje realizado por el genial poeta español para
oír en Francia, a comienzos de siglo, los cursos dictados por Henry Bergson –la
intuición como fuente de la creación artística–, permitió al autor de “Campos
de Castilla”, entrar en contacto con las publicaciones de Alfred Jarry. Este
curiosísimo escritor, fallecido en 1909, verdadero maestro de humor negro es
autor del teatro sobre “Le Pere Ubu”. En los años en que Machado fue a Francia,
Jarry ya había publicado la mayor parte de su obra, incluido el relato titulado
“Opiniones y Gestos del Dr. Faustroll” (perversión ortográfica del nombre de
Fausto), libro en el cual desarrolló su teoría Patafísica –Física de la
Pasión–. Allí propone convertir a la poesía en la ciencia de las
particularidades por oposición al mundo de las generalidades, dentro del cual
se mueve la ciencia verdadera.
Cuando me refiero al mar de las circunstancias (que bien
podría ser el mar de lo heterogéneo de Mairena, o de las particularidades de
Jarry) despertado en mí y fuera de mí por la definición ortegueana, no puedo
evitar verme otra vez, como estuve en realidad muchas veces, en plena Plaza
Baralt –la de los años 30 y 40– con mis sudorosos diez o dieciocho años de
edad, sumergido en aquellas marejadas de sonidos y gritos de los vendedores de
paño, los limpiabotas, los choferes de Los Haticos, La Pomona, Sabaneta, Bella
Vista, Valle Frío, etc., y el estruendo de colores de mercancías y de frutas,
envases de peltre, sillas de cuero, ropas en el Mercado Principal; la mezcla de
olores de las frituras, los dulces con el aire tibio, salido de las rancias estructuras
de la vieja sede colonial donde nación nuestra universidad, La Casa
Consistorial, y desde las paredes de la falsa aguja del convento franciscano.
Alelado, disperso en medio de aquel estrafalario amasijo de
sensaciones que cruzaban como disparos mi atención y mi conciencia de la
realidad, en esos instantes he debido pensar –y así han debido sentirlo otras
personas– que nos hacían falta unos cuantos sentidos más, a tono con la
simultaneidad y las secuencias de los hechos; un ritmo de percepciones más
rápidas, intuiciones e inteligencias más ágiles y flexibles para sonsacar,
entrelazar, las metáforas capaces de dar significado profundamente mágico del roce,
la fusión o dispersión de tantas circunstancias representadas fugaz, pero
insistentemente por aquel cúmulo de datos que pugnaban por individualizarnos
multitudinariamente.
Haría falta un mayor número de sentidos –sigo pensando,
tentado por la ilusión de que podríamos inventarlos–, para cruzar, indemnes,
allá en París, aquel viejo palacio de esponsales insólitos y abigarrados entre
personas y cosas, entre pájaros con cara de adivinos y racimos de grosella; ese
teatro de inesperadas seducciones entre unos ojos azules de mujeres, con olor a
madera fresca, ese laberinto de todas las representaciones que era el mercado
de Le Halles.
Haría falta una amplitud de percepción, más y mayor humanidad
dentro de cada individuo, para comprobar o no comprobar, pero de todos modos
para ver, oler, palpar, recordar o imaginar, inventar y pensar, hasta dar con
la clave que nos permite tener acceso a esos otros mundos desconocidos que sí
existen, pero están en éste, según decía el poeta Paul Eluard. Hay otros
mundos, pero están en éste que es tan escasamente nuestro. Hay momentos –dados
a la libertad y la belleza– en que esos otros mundos parecieran asomarse por
entre los resquicios o las rendijas que separan a las circunstancias cuando
vienen tumultuosamente a tratar de formar múltiple y maravilloso, por único,
nuestro yo, el yo de cada quien.
La duda y la pasión nos conducen a las altas fuentes de la inspiración y la creación. Gracias maestro, aquí está la respuesta a una de las tantas preguntas que me he hecho.
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