jueves, 27 de marzo de 2014

La poesía siempre es otra cosa (2/3)

Por Hesnor Rivera



Entre esas citas siempre recuerdo una que perturbó los días del final de mi adolescencia. Es una frase de un personaje de la novela “Otras voces, otros ámbitos”, del novelista norteamericano Truman Capote. Ese personaje dice, teniendo como auditorio la atención de un niño: “Trabajamos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra tarea”. En el libro, la frase está referida al fracaso humano cuando trata de lograr que las cosas se completen; que la mayoría de las vidas no sea más que una serie de episodios truncos.

Confieso que, desde que leí aquella frase dudé de la bondad absoluta del éxito material, como satisfacción básica y estímulo de la felicidad del espíritu humano. Naturalmente, el triunfo siempre será emocionalmente grato, e invito a todos a lograrlo respecto a las decisiones que se adopten. Pero es necesario protegerse, mantenerse alerta frente al aletargamiento de la conformidad con que el éxito, en un acto de aparente compleción, conspira contra la marcha constante del motor infernal o divino de la duda, y contra el forcejeo continuo de la pasión que se gesta al calor de la duda, como un engendro heroico, capaz de agotar insaciablemente todas las posibilidades existentes más acá o más de cualquier triunfo.

Desde entonces creo que la duda y la pasión serán siempre las vueltas y revueltas del laberinto, los túneles por donde se logrará acceder a las altas fuentes de la creación en todos los órdenes, particularmente a las de las artes de la palabra.

Otra de esas citas es la que se corresponde con aquella definición, ampliamente divulgada, de acuerdo con la cual “yo soy yo y mis circunstancias”, formulada por José Ortega y Gasset, en una de las crónicas recogidas en los ocho volúmenes de su obra “El Espectador”, y esbozada como certero hallazgo filosófico en su ensayo “El tema de nuestro tiempo”. Ortega y Gasset, combatido con frecuencia y no muy bien tratado en su patria española, pero muy admirado y leído en gran parte del mundo, hace tal afirmación partiendo de la idea –según dice uno de sus comentaristas– de la vida humana, concebida como diálogo dinámico entre el yo y las cosas; como invención, proyecto o faena poética, frente a la parcialidad errónea del idealismo y la del realismo. De donde concluye Ortega que “vivir es tratar con el mundo, dirigirse a él, actuar en él, ocuparse de él”. Todo esto concuerda con la observación del mismo Ortega en “El tema de nuestro tiempo”, cuando afirma que “cada individuo es un punto de vista esencial e insustituible, nuestra verdad parcial es parcial, pero verdad”, y agrega más adelante que la aceptación de la faena que nos propone el destino es el tema de nuestro tiempo.

La conocida afirmación del escritor español me ha hecho constantemente retornar a la visión y revisión permanente de una imagen de ningún modo estática, pero que me rodea con fija persistencia. Esa imagen es la de verme en medio de un mar de circunstancias que se atropellan, que se anulan, que se repotencian entre ellas, que se convierten en espejo cambiante frente a los espejos también mutables que son cada una y todas las circunstancias mismas.

Debo advertir que dentro de ese ámbito de imbricados y alucinantes efectos, parecen moverse las ideas sobre lo heterogéneo como esencia del arte, y sobre lo homogéneo como sustento de la ciencia; ideas manejadas por los poetas apócrifos Abel Martín de Juan de Mairena, en los escritos filosóficos que les atribuye su creador, Don Antonio Machado. Además, estoy tentado de creer que el viaje realizado por el genial poeta español para oír en Francia, a comienzos de siglo, los cursos dictados por Henry Bergson –la intuición como fuente de la creación artística–, permitió al autor de “Campos de Castilla”, entrar en contacto con las publicaciones de Alfred Jarry. Este curiosísimo escritor, fallecido en 1909, verdadero maestro de humor negro es autor del teatro sobre “Le Pere Ubu”. En los años en que Machado fue a Francia, Jarry ya había publicado la mayor parte de su obra, incluido el relato titulado “Opiniones y Gestos del Dr. Faustroll” (perversión ortográfica del nombre de Fausto), libro en el cual desarrolló su teoría Patafísica –Física de la Pasión–. Allí propone convertir a la poesía en la ciencia de las particularidades por oposición al mundo de las generalidades, dentro del cual se mueve la ciencia verdadera.

Cuando me refiero al mar de las circunstancias (que bien podría ser el mar de lo heterogéneo de Mairena, o de las particularidades de Jarry) despertado en mí y fuera de mí por la definición ortegueana, no puedo evitar verme otra vez, como estuve en realidad muchas veces, en plena Plaza Baralt –la de los años 30 y 40– con mis sudorosos diez o dieciocho años de edad, sumergido en aquellas marejadas de sonidos y gritos de los vendedores de paño, los limpiabotas, los choferes de Los Haticos, La Pomona, Sabaneta, Bella Vista, Valle Frío, etc., y el estruendo de colores de mercancías y de frutas, envases de peltre, sillas de cuero, ropas en el Mercado Principal; la mezcla de olores de las frituras, los dulces con el aire tibio, salido de las rancias estructuras de la vieja sede colonial donde nación nuestra universidad, La Casa Consistorial, y desde las paredes de la falsa aguja del convento franciscano.

Alelado, disperso en medio de aquel estrafalario amasijo de sensaciones que cruzaban como disparos mi atención y mi conciencia de la realidad, en esos instantes he debido pensar –y así han debido sentirlo otras personas– que nos hacían falta unos cuantos sentidos más, a tono con la simultaneidad y las secuencias de los hechos; un ritmo de percepciones más rápidas, intuiciones e inteligencias más ágiles y flexibles para sonsacar, entrelazar, las metáforas capaces de dar significado profundamente mágico del roce, la fusión o dispersión de tantas circunstancias representadas fugaz, pero insistentemente por aquel cúmulo de datos que pugnaban por individualizarnos multitudinariamente.

Haría falta un mayor número de sentidos –sigo pensando, tentado por la ilusión de que podríamos inventarlos–, para cruzar, indemnes, allá en París, aquel viejo palacio de esponsales insólitos y abigarrados entre personas y cosas, entre pájaros con cara de adivinos y racimos de grosella; ese teatro de inesperadas seducciones entre unos ojos azules de mujeres, con olor a madera fresca, ese laberinto de todas las representaciones que era el mercado de Le Halles.

Haría falta una amplitud de percepción, más y mayor humanidad dentro de cada individuo, para comprobar o no comprobar, pero de todos modos para ver, oler, palpar, recordar o imaginar, inventar y pensar, hasta dar con la clave que nos permite tener acceso a esos otros mundos desconocidos que sí existen, pero están en éste, según decía el poeta Paul Eluard. Hay otros mundos, pero están en éste que es tan escasamente nuestro. Hay momentos –dados a la libertad y la belleza– en que esos otros mundos parecieran asomarse por entre los resquicios o las rendijas que separan a las circunstancias cuando vienen tumultuosamente a tratar de formar múltiple y maravilloso, por único, nuestro yo, el yo de cada quien.

martes, 18 de marzo de 2014

La poesía siempre es otra cosa (1/3)

Por Hesnor Rivera



Muchos de ustedes reanudarán y otros comenzarán la apasionante carrera de las ciencias y las artes humanísticas, es decir, de las ciencias y las artes lanzadas a la compleja tarea de humanizar lo más posible el abigarrado espíritu de los hombres y las mujeres que pueblan el planeta. Una tarea que exige ingentes esfuerzos de comprensión, conducción y orientación, en unos casos, y en otros de íntima compenetración con los seres y las cosas. Tarea minuciosa si se toma en cuenta la infinita gama de variaciones que se establece de individuo a individuo, entre éstos y los objetos, entre los otros y uno mismo, todo ello a través de ese patrimonio fundamental del hombre que es la palabra.

Trabajo intrincado, de infinitas implicaciones. El verbo, lo primero, según la verdad bíblica, debe ser conducido al acto de enlazar las visiones del mundo, sus cambios de permanente dinamismo. Dentro de esa empresa, verdaderamente mágica, los sentidos mueven todos sus hilos de captación para tejer, con los materiales recogidos, la delicada tela respiratoria de la memoria, levantan al mismo tiempo la infinita escalera de la experiencia, vías para la razón, para los sentimientos y las emociones, para los arbitrios y para el fermento de la pasión donde cristalicen o se volaticen las auténticas verdades o las falsedades de mil y una apariencias.

El camino es largo. Para expresarlo con palabras del gran poeta Antonio Machado, refiriéndose a la Literatura en general, y en particular, a la poesía: “El arte es largo y además no importa”.

Con seguridad, hemos acumulado y seguiremos acumulando experiencias. Queremos mantenerlas inmóviles como puntos de referencia fijos, pero ellas se entremezclan y alcanzan ramificaciones y raíces que marcan nuestras existencias, creando la ilusión de la posesión de algo firme, quieto al menos, donde afincar imaginaciones, teorías.

En mi caso, esas marcas de las experiencias han dejado en mi vida sensaciones de angustia, cierta ansiedad por lograr la suma total en la que la razón y la memoria son algo así como superficies tatuadas con símbolos, cifras, signos, contraseñas para abrir todas las puertas detrás de las cuales los seres y las cosas, el hombre y el mundo material y el sagrado, ocultan sus esencias. Son tatuajes llenos de líneas abigarradas, pero inevitablemente muertas.

En mi relación de varias décadas con la gente –la familia, la sociedad, los pueblos y sus países–, ha habido casos cuya fluidez se mantiene viva, exigiéndome manifestarlos con palabras lo menos sujetas posible a fijaciones arbitrarias, dogmáticas o normativas, atentatorias contra la movilidad de la vida misma. Tal exigencia se refería a las vías de las artes, específicamente a las de la poesía. Lo demás, era la muerte, el estancamiento, el pantano de respiración imposible.

Algunos de esos casos atañen a mi lejana infancia. Son recuerdos, si se quiere, de segunda mano, sobre el nacimiento, los primeros pasos, las primeras palabras, los primeros dientes, etc., obtenidos gracias a confidencias nacidas del buen humor de mis padres y de otros parientes; relatos en los cuales se entrecruzaban con mi venida al mundo, elementos en apariencias tan dispares como el paso de una tempestad con truenos, relámpagos, una acacia en medio de la oscuridad de la noche, gritos de loros alarmados en los cerros cercanos, ruidos de agua corriendo sobre la arena de alguna cañada próxima. A mitad de la infancia, antes de los 7 años de edad, fue el comienzo de los hallazgos y los inventos propios. Como la admiración y el respeto que me inspiraba el capitán de los barcos, amigo de mis abuelos, que recorría en su nave todas las costas y los puertos del mundo. Se llamaba Vicente y era nativo de la isla donde nacieron mis antepasados, y al llegar a Maracaibo, se alojaba en la casa donde yo nací, en el barrio El Poniente de Los Haticos.

Llegaba siempre sonriente, cargado de regalos coloridos y extraños de la China; traía saltimbanquis hechos con maderas feroces y fragantes de la India, telas y frascos aromáticos traídos de los rincones del Mediterráneo, y dulces, muchos dulces comprados de isla en isla sobre el lomo del Mar Caribe.

Un día, Vicente llegó sin siquiera sonreír. Abrió su catre y se echó en él, como un árbol derribado de pronto por un golpe implacable. Desde aquel momento, el capitán comenzó a boquear, como buscando aire en la destartalada sala de mi casa. Mi familia y yo nos quedamos en vela, esperando lo peor.

El capitán agoniza. Murió al día siguiente, tras una contorsión final.

Mujeres y hombres de la familia, tejían y destejían comentarios, entre lágrimas. Yo, en un rincón de la casa, me preguntaba a mi mismo: ¿Por qué no dijo aunque fuera una sola palabra?, ¿Por qué no habló nada? En el fondo, tuve el infantil convencimiento de si Vicente hubiera dicho una sola palabra, habría vencido a la muerte. Si hubiera dicho cualquier cosa, sin duda, se habría salvado, la palabra le habría servido de consigna, de salvoconducto para el libre paso otra vez hacia la vida.

Demás está decir que ya yo reverenciaba la palabra. Había oído de mi abuelo analfabeto, las historias más increíbles, en los que mezclaban Caperucita y Tío Conejo con los Doces Pares de Francia. O los caballeros de la mesa redonda, con la Bella Durmiente y Tío Tigre. Como retribución, yo debía leer el periódico del día para él y para los vecinos que venían a escuchar las noticias.

Por otra parte, en esos mismos tiempos, encontré en un baúl de madera tallado en forma de animal misterioso, un álbum escrito e ilustrado por mi padre para mi madre. Él era, desde entonces, un buen poeta, y había llenado el grueso álbum con poemas suyos y de los poetas más populares en esta parte del continente, por los años 20 y la década de los 30: Rubén Darío, Udón Pérez, Juan de Dios Pesa, Julio Flores, Ismael E. Arciniegas, etc. En todos ellos, las palabras y el amor se inventaban mutuamente.

Paralelamente a esas marcas, se imprimían otras en mi joven espíritu, nacidas de los viajes internos y externos que, desde su quietud de objetos, promovían constantemente los libros.

Todos Uds., seguramente han vivido esas maravillosas aventuras, iniciadas con el recorrido de las páginas de un libro entre las manos, sobre un pupitre, sobre el césped, sobre la arena, en cualquier ventana de la casa o del espíritu. El permanente doble viaje a que nos inclinan los libros, pareciera haberle conferido a éstos todas las artes de la persuasión para hacernos penetrar en nosotros mismos, intercambiando y enhebrando sensaciones, conceptos, emociones e ideas, paseos estáticos entre multitud de soledades. La otra cara de ese doble viaje, es la de la movilización y el traslado que, en trenes, barcos, aviones, automóviles, etc, nos exigen la compañía inefable, familiar y al mismo tiempo extraña, de un libro en el que coincidan las ambivalencias de las realidades y las imaginaciones, de los cambios y las pausas que nos inducen, a cada paso, a cada instancia, a crear nuestro propio tiempo.

Para mí, duarnte esos viajes desarrollados entre latitudes tan distantes como las que median entre el “Don Quijote” de Cervantes y “En Busca del Tiempo Perdido” de Marcel Proust; entre “La Odisea” de Homero y “Ulises” de James Joyce, entre “El Asno de Oro” de Aouleyo y “El Castillo” de Franz Kafka; entre el “Libro del Buen Amor” del Arcipreste de Hita y “El Arco y La Lira” de Octavio Paz o “Residencia en la Tierra” de Pablo Neruda; entre el anónimo “Amadis de Gaula” y “Poemas Humanos” de César Vallejo, o “Cielo de Esmalte” de nuestro Ramos Sucre, o “Cien Años de Soledad” de García Márquez; en esos viajes hallé frases, sentencias, metáforas, normas y pasiones, citas dignas de ser grabadas en piedras o metales incorruptibles. Así como también, en los viajes físicos que emprendí entre latitudes igualmente distantes como las que separan a Maracaibo de Varsovia; a Santiago de Chile de Perú; a Düsseldorf de Caracas o Bogotá; Nueva York de Roma, encontré ya no citas, sino afectos y desgarramientos, ternuras y desasosiegos, hambres y júbilos, todos dignos de más de una palabra, de más de un verso dentro de esa caja de las mil maravillosas formas de visiones que es el poema.

sábado, 8 de marzo de 2014

Poemas a la Amada... hoy, día de la mujer...

Por Hesnor Rivera

Mujer sentada en la playa mirando la luna de Jean Pierre Moreno


El amor es uno de los temas frecuentes en la poesía de Hesnor Rivera (1928-2000). En sus poemas, y de manera casi sistemática, el poeta nos cuenta sobre un amor absoluto realizado por medio de la unidad perfecta entre alma y cuerpo. Hesnor, quizás era una posición vital muy personal, rechazó toda escisión establecida entre cuerpo y alma negando toda idea que revitalice cualquier concepción de pecado original y enalteciendo mágicamente todo lo vinculado al deseo físico. El poeta encarnó el más antiguo deseo de los surrealistas que se centraba, no sólo en escribir poesía, más bien, en vivirla desde el cuerpo como puente comunicante con el universo.

Por ello, entre las presencias más latentes en su poesía está la de su amada. Una mujer infinita, de otra raza, que seduce y nos arrincona oscuramente a estar para siempre y en todas partes amando. Una mujer incandescente, ardiente, profunda que vive desnuda en la posibilidad siempre constante de contarnos, entre la efervescencia del tiempo de otro tiempo, las distintas mutaciones del fuego. Nos acaricia sutilmente y esa caricia nos transfronteriza, nos ubica en un espacio intermedio entre lo conocido nunca conocido y lo desconocido que nos arropa con su aliento enigmático. Una amada que brinda su cuerpo como escenario inigualable para abrirnos a la experiencia insólita de conjugar con nuestra sangre todas las distintas desapariciones. Una amada distinta a todas que besa y en sus besos se aprenden a divisar "las grandes poblaciones nómadas que se buscan sin descanso como yo en su silencio". Una amada que va y viene, que no suelta, que aprisiona, que nos viste con fogosas pieles que dan sed, que despiertan el hambre en nuestro cuerpo, habitación silente, domicilio de sombras donde todo se llama como ella se llama. Ella sólo ella y nadie más. 


Retorno de la bella
De Superficie del enigma (1968)

Si vuelves sobre tus pasos oh! Bella
teme la caída de la piedra infernal.
Teme la muerte -has caído en sus redes
oh! Más bella que el sueño de un león de farándula.

Piedra infernal te has vuelto y caes.
Piedra del ojo –oh! Bella tú no has muerto
y en el retorno silba como un gas tu mirada
llamando a tu sombra porque ladra a lo lejos.

Tenías un orificio de sol entre las cejas.
¿Sucumbirías. Caerías como un cristal
bajo el peso de las lámparas por donde
como un ídolo sanguíneo la ciudad circula?

Oh! desde entonces más bella que la memoria.
Más bella que la bestia encantada que alimentas
no traspongas tu imagen. No traspongas la noche
que tocan tus miradas con sus puntas de joven arcoíris.


Signos de la Amada
De Los Encuentros en las Tormentas del Huésped (1988)

¿Cómo saludar la forma
de tus palabras si nunca
hablaste. Si te mantenías
-como la sencillez de la eternidad-
en silencio? Adiviné
que tu presencia debía pertenecer
al centro del tiempo de otro tiempo.
a la inutilidad de un mundo sólo
comprensible para la extravagancia
de mi nostalgia constante.

Y estabas cerca como enseñándome
países que jamás conociste
-ciudades donde las neblinas
tenían como estrellas las flores.
Tenían como puro sortilegio
De evitar la solicitud del abismo
simples fórmulas de la soledad
como las visitas a domicilios distantes
-casas amigas donde se cultivaba
desde la antigüedad el hábito
de organizar las cosas según
la inevitable duración de las noches.

No hablabas y sin embargo
al lado de tus ademanes radiantes
-al lado de tu gracia de piedra
cuando apenas los volcanes la inventan.
Al lado de tus sueños como
de tempestad inmemorial recién salida
del aire. Junto a los latidos
de tu extraña conformidad de víctima
pude entender que hay que enfrentarse
sin más armas que la palabra a la muerte.

Converso desde entonces a solas.
Me interrogo entre las dobles paredes
de los aposentos amoblados
por la imaginación y la memoria
sobre experiencias insólitas. Sobre
heroicidades protagonizadas
por quienes leen sin dificultad tu tiempo
que es el de mis referencias más sólidas.

Y ahora cuando pretendo
descifrar conversaciones comunes
no entiendo. Deduzco apenas
que me hablan de comarcas perdidas.
De grandes poblaciones nómadas
que se buscan sin descanso
como yo en tu silencio.

Por eso ahora si me preguntaran
cómo se podría llamarte –cómo
era el otro tiempo de los tiempos.
Como eran los indicios. Ni siquiera
me atrevería a responder
que todavía en realidad existes.


De los cuerpos y los pasos
Poema inédito escrito el 29-11-1997

                                   A Miyó Vestrini, mi amiga,
                                   en  los seis años de su muerte.

A medida que veo pasar el tiempo
más de prisa mientras menos vivo
pierdo la memoria
de cuanto más he amado.

Me sorprendo en cambio contemplando
los navíos los carros los aviones
de un viaje que no sé
si emprendí hace mucho
o que todavía
posiblemente no emprendo.

Por lo demás no me percato
De los rostros –de las cabelleras,
de los cuerpos y los pasos
que pudieran ser los tuyos
o los míos en otros sitios
donde no alcanzo sin duda
a reconocerte. Donde no logro
ni siquiera reconocerme a mí mismo
distante como vivo de los recuerdos
sin que me sienta recorriendo
las direcciones y las rutas
de algún porvenir donde el viento
por ejemplo de cualquier manera
es sin duda
la parte del movimiento
azul del cielo.
Donde el alma deje
de ser el peldaño del espejo
que se pierde en otros
con profundidades de abismo.

¿Cómo podré entonces
sonreír –atreverme a preguntar
por las señas de tantos seres
perdidos como yo en los laberintos
de los días. Muertos o desaparecidos
a pesar de los ecos que laten
o de los ladridos de ternura que escucho
-a pesar de tanto amor
Flotando todavía como polvo
de ruinas en las calles.
Frente a las puertas y ventanas
de las casas donde se entrecruzan voces
de una existencia inubicable?

En la medida en que persisto
en reconstruir lo que posiblemente
no ha existido
o lo que asoma su cabeza informe
de caballo o de bestia
para siempre sin nombre
comiéndose a mordiscos
la falda de las doncellas
de alguno de los muchos
mundos desconocidos que nos perturban
a diario para que les demos
con exactitud un sitio.
En igual medida retrocedo
y al mismo tiempo avanzo
y veo sin cesar por eso
multitud de veces los mismos detalles
que desconozco cada vez con más fuerza.

Tú entres ellos juegas
a que rejuvenezca a expensas
de mis propios olvidos –a expensas
del milagro improbable
de que hasta en esta extraña sombra
en que me debato vuelva
a verte y te nombre
-vuelva a verme nombrándote
para que crezcan de nuevo
con esplendores siempre frescos
los muslos de las flores.
Otros árboles con apariencia de lámparas.
Más bosques con sus mares adentro.
Pequeños ríos de sonrosados ojos
de sierpe alucinada. De gato
que se cae del techo
de la constelación donde vives.

Oh! Inagotable discurso
de la nada que se puebla
con los rostros y las cabelleras
del fuego frío de esa otra nada
que se cubre con la ropa de la desnudez
de los pálpitos repetidos
-pero siempre distintos-
por el amor de la noche.
Por la libertad de la noche.
Por la libertad de la noche.

El amor y la libertad
y la belleza por los que muero
jurando y gritando
que son una sola y misma cosa
-una sola palabra
para inventar el triunfo
contra la luz horrible de la muerte.


Tratado sobre la mezcla de los alientos
De Gramática del Alucinado (Inédito)

Cuando veo detrás de mis ojos
el giro de la humedad de tus labios
mis sentidos gritan
como pájaros fugitivos en la jaula.

Te sujeto entonces por las alas
de las rodillas – las rodeo
con mis manos como con lianas
florecidas en un fondo marino
para que no vueles. Para que no te vueles
de la red de arena
donde debe retenerte, mantenerte
el deseo. La necesidad
de que estés quieta pero devorada
por el mismo desasosiego mío
que no se sacia con el agua
de la sed de tu boca.
Ni siquiera con el aire de tempestad
de tus palabras
bebidas en la profundidad
de tu garganta cuando todavía
no alcanza a pronunciarlas.

Ni te tumbes de espalda
contra la puerta de la saciedad
que podría sumergirte en la llama
sagrada de la noche. La noche, la noche
regada como un olor sobre los órganos
renuentes a dormir. Disuelta
como el polvo blanquísimo de la sangre
cargada de metales preciosos
para que el corazón repique
las campanas de sus barcos – los guíe
sobre las marejadas que suben
desde tus muslos desnudos
hasta mis costillas mis clavículas
mis vértebras locamente
iluminadas por el faro de los malecones
del más largo deseo.

Para que no te vueles. Para que no te vueles
y desaparezcas otra vez por entre
las rendijas del alba concebida
por un hálito de cobertores violeta
- o por entre las ramas y las hojas
de la intermitencia
de tu respiración en el instante
en que más debo retenerte
mantenerte cautiva por el cuello
y por los hombros hasta sentir
cómo palpitan en tus venas
los pensamientos y los recuerdos
que bajan de tu cabeza
para alumbrar los laberintos
- ¡Oh! Paredes con cortinas celestes –
de las desapariciones de antaño.

Cierro la salida de tus alas
construidas y vueltas a construir
por la paciencia angelical de la noche
(la noche la noche) por la sedosidad
endemoniada de la noche
que continúa juntándonos sin duda
para que sea yo quien desaparezca
- quien sucumbe sobre tu cuerpo
como un navío que naufraga
en la madera de los bosques
del origen – en las selvas de las pasiones
trashumante y con cara
de pequeños animales sonámbulos.

Mezclemos nuestros alientos ahora
para que el día se detenga
donde todavía no empieza
y el temblor de la inagotable fatiga
tome más significado
que los que caben en las palabras
con que tejen y entrecruzan
sus pálpitos y palpitaciones el amor
 y la muerte para siempre.