miércoles, 14 de mayo de 2014

Puerto de Escala. Por Hesnor Rivera

            

            Las apariencias no engañan
menos de lo que puede hacerlo
la controvertida realidad de esta zona.
He tergiversado con amor el problema
en otra edad y otro mundo
-lo dominaban las razas
de los seres maravillosamente inútiles.

            (Los de las manos escarlata
bañadas en el área de sus pesadillas
cultivaban junto a sus asnos el crimen
rasgueando la palidez de arena
de una guitarra en los barrios.
Los de la memoria visible
como el cráter de un cristal subterráneo
tallaban rostros en las piedras
paridas por el sol en el patio
-ardían con un fuego salobre
como el lago que mecía sus casas.
Tú eras bella y reinabas).

            ¿Dónde estaba en realidad la apariencia?
¿dónde la aparente realidad de esta zona?

            Confundido te nombro. Registro
con tu nombre –esa rama de pelambre mágica
grata de ver como el ojo del trueno–
los laberintos del agua.
La encrucijada en círculos del viento.
La elevada cavidad de la llama.
El terreno boca abajo del cielo.

            Pero para este puerto de escala.
Para la ciudad llena de cajas
misteriosas como altares fugaces.
Llena de olores como una bestia en cinta
sólo es posible registrar al tiempo.
tocar y desdoblar sus vestidos
como los de un huésped milagroso
que regresa sin descanso de un viaje.

            Confundido te nombro de memoria
como ante el eco de una montaña íntima.

            Debo evocar muchos días
y  muchas noches de desolación tiradas
sobre el césped que encubría al petróleo.
Hasta en los rincones santísimos
donde las mujeres conjuraban el golpe
de cola de los huracanes sueltos
por el techo crepitante del trópico.
Hasta en los cuartos convertidos en cuevas
para la nostalgia casi ciega
de los antepasados navegantes.
Hasta en el peltre de las escudillas
olía a cabellera de explosivos demonios
-se entretenían en desatar de continuo
todas las tempestades picantes
que caben por ejemplo en la faja
ecuatorial de la cebolla doméstica.

            Pero sobre todo rememoro la selva.
Avanzaba con sigilo. Casi a razón
de un zarpazo vegetal por minuto.
Pugnaba por entrar en la sala
para negociar sus furiosos secretos.
La hoja de la doble puerta y el viento
decapitaban en el alba serpientes
contra el nivel ensangrentado del quicio.

            Tú eras bella y reinabas
-lejos  de las apariencias contrarias
y desde las calamidades celestes
y terrenas de este puerto de escala.

            Tenías por las noches en los ojos nieblas
doradas y altas como los torbellinos
del árbol que ilumina el corazón del océano.
Es todo lo que recuerdo ciertamente
de aquella realidad entre tantas regiones.
(Un alegre visitante vino
A saludarme con la mano torcida.
Bailaba con sagacidad siniestra
meciéndose en la hamaca de la mujer más tímida).

            Es todo lo que recuerdo del combate
por regresar al comienzo del comienzo
de aquel otro comienzo del comienzo perdido
vaya a saber nadie de qué lado
ni hacia cuáles direcciones del tiempo.

            Te desconozco oh! hermosa
temporada del mal y la ternura
-sus llamas arden en la memoria expectante
que evito recobrar y evito
sin embargo deponer del todo
cuando vislumbro la posibilidad
infernal y amada de otros antiguos viajes.

            Te digo ahora –te repito lejos
de aquellos asfixiantes pasillos
para los trenes de la ciudad en marcha
donde rompimos nuestro amor como a un pájaro:
te advierto una vez más que es cierta
la necesidad de una piedra
digna de las mortificaciones
y del sacrificio exigidos
por el goce de la creación nunca vista.

            La piedra de los sacrificios nos llama.
Humea entre nosotros como un lecho encantado
-contradictorio y puro y por lo tanto único.

            (El visitante ríe a mis espaldas.
Entre sus vestidos hace
resonar el secreto del dolor que nos une.
De la desaparición que nos persigue.
Del amor que nos arrastra lejos
de la eternidad cuando entreabre sus luces
y todas sus derivaciones absurdas.
El visitante llora sobre el seno
de la mujer que ahora lo domina
-lo quema por el lado del ala
intempestiva de sus leves miserias).

            Tú eras bella y reinabas.
Debías desnudarte y dar gritos
allá en las cabeceras de la ciudad que amamos.
Fluye hacia mi encuentro. vuelve
y la descubro y hago lo imposible
por reconocer su fidelidad errante.

            Debo otra vez buscarte o no buscarte.
Simplemente retornar al futuro
-en su centro canta en llamas el árbol
de la desolación y el deseo.
En sus alrededores vuelvo a verte
sacrificada y húmeda como saliendo
de un naufragio o como entrando
en los barrios navegantes de antaño.
Vuelvo a verte y sacrifico en vano
sobre la piedra de la memoria el infierno
de nuestra separación más cercana.

            Intento la orientación primaria
de los seres habituados y mansos.
Transito las semejanzas aparentes.
La realidad parecida a mil niveles
de las remembranzas presentidas
y los presentimientos recordados
-se escalonan desordenadamente
como estancando la fluidez de los años.

            En el vaivén sólo es posible el caos
de reconocer lo nunca visto
y extrañar lo descubierto a diario.

            Verbigracia: junto a la miseria
cautivante de este puerto de escala
se podía comprobar sin saberlo
que el lago recién descubierto engordaba.
-El lago extrañamente ordinario
como la geografía de una guitarra hombruna
o la de un navío de caderas anchas.

            La centella era entonces –como ahora
imagino- una piedra bienaventurada
y sin embargo siniestra.
Se colgaba por las alas del vientre
en el techo de la sala sombría.

            Bajo su luz casi infernal comimos
y era excitante ver desaparecer al perro
silbando por la punta del rabo
rígido como el odio de las serpientes.
Bajo su voz dura de palpar llegamos
todos para advertir sin pena
-verdaderamente sin siquiera el asco
de las mortificaciones aprendidas en vano
que la sala fluía mantecosa
incondicional brillante. Y la cama
no era goleta anclada para esperar la huída.
Ni las goletas eran la simple trampa
disparada hacia las tribulaciones
comprensibles de integrar el regreso.

            Porque la muerte en fin –la puerta abierta
a las enfermedades echadas
como gallinas bajo el sol del patio-
andaba aprisa y lejos como dando saltos.
Lejos incluso de su propio recuerdo
mantenido en toda su apariencia de luto
con las manos del hambre.

            El lago recién parido hablaba
de paseos mutuos. De itinerarios
divergentes y todavía mutuos
como las patas y los ojos bífidos
de la hierba do0nde brillan las moscas.
Como el corazón partido de la basura
que nos llama a grandes voces. Nos gritaba
que éramos unos cochinos transeúntes
más que nadie incapaces de tumbarse
patas arriba en el barro.
En sus pliegues desovaron los ángeles
tenebrosos y tímidos –contradictorios
como las fecundas frustraciones.
Empollaban la memoria del trópico.

            La ciudad no era entonces –no existía.
Me daba a la luz y no era como ahora imagino
un juego de muchachos pobres
siempre a merced del rapto heroico
bajo la luna de los barrios enormes.

            La ciudad a que aludo sólo es ésta
donde un día me encontré nacido.
Perfecta o imperfectamente
pero sin duda de improviso
y desde hace tiempo nacido.

            Esta ha sido la ciudad del lago
femenino a medias por lo menos
en su forma y en su fondo colmados
de descomposiciones ardientes.
Reconozco a todas horas el aguaje
pesado del combate entre especies
naturalmente ahogadas de calor en la sombra
-procrean con desolación la semilla
escamosa del recuerdo del sitio.

            La ciudad donde veo por el norte
y por el sur y en el agua el barrio
semejante al árbol de las ropas deshechas.
Semejante a las ruedas cuadradas
del caballo que trajo de repente al marino
de la mano que aserraba a las islas.
La ciudad donde encuentro
nacido a pedacitos el barrio.
Enredada en su parto vino mi soledad
-se adentraba por fuerza hasta el embrujo
del mal olor y el desvelo
que le huelen al vientre como a nidos
y alas de pimienta sumergida en los platos.

            Esta es la ciudad crecida
por oleadas membranosas de arena.
Por capas de papeles y trapos
sueltos como palomas rotas sobre el fuego
de los patios en todas partes nativos.
Esta es la vida –digo: la que hallé metida
entre mis hombros por naturaleza caídos.
Vale decir melancólicos como el porte
de un navío cuadrúpedo en el puerto de escala.

                        Esta es la ciudad en fin del barrio
donde un día me descubrí crecido
como de milagro y en direcciones distintas.
Pero crecido a todas horas
bajo el techo caliente tan amado
por los truenos y los astros en celo.
Crecido sobre el pecho agusanado
de los callejones sin salida.
Bajo el desamparo pegajoso y enorme
de la selva casera que detesto y amo
-que me combate y me adiestra
casi amorosamente en el juego
sin rivales del exterminio por gusto.

            No obstante es necesario un punto
de referencia un poco menos vago
que la simple relación de los hechos.

            Todo concernía entonces a los sucesos
de aquellos días en la oscuridad ardientes.

            Concernía a la degradación
casi hermosa de las circunstancias.
En los zanjones habituados al vuelo
-criptas erizadas de espantos-
latía el corazón de las casas.
Concernía al agua casi siempre entrevista
girando aprisa menos alto que el viento
bajo la forma de macizas tormentas.
Las bestias olorosas a pólvora
recién untada en la herida
se descolgaban por sus propias sombras
a husmear el esplendor del mercado.

            Tú eras bella y tu nombre
sin duda pertenecía a las reinas
-a las transparentes muchachas
que se coloreaban con el halo
endemoniado de asoleadas legumbres.
Las aplastaban sobre los ladrillos
el engranaje métrico del aguardiente
y la proliferación blasfema
sobre la hoguera matinal de los plátanos.
Las evoco radiantes y adornadas
con las guirnaldas del aceite de coco.
Siempre bellas. Siempre a punto
de perpetuar el eslabón perdido de la miseria
mirando el alba y semiahogadas
en los infiernos superficiales del lago.

            Hacía falta arraigar el enigma.
Un adolescente pataleaba en la sangre
que bautizó ciertas calles.
Los delicados asesinos andaban
confrontando sus soledades con otras
-buscaban con fruición a la víctima
para sus fiestas altamente secretas.

            Todo concernía a la demencia
multitudinaria de antaño.
Concernía de manera constante
al ciclo del calor y su enlace
con las migraciones y la muerte.

            No en balde la gente amiga parecía.
Se afanaba en atrancar las puertas
con piedras milenarias y maderos
de alguna forma relativos
a olvidados sacrificios humanos.
Del lado adentro de la casa el bosque
servía lo mismo para atrapar al rayo
que para enloquecer a la mujer amada.

            Los antepasados reposaban
en el abandono del patio.
Cuando se los nombraba muy bajo
parecía comenzar un domingo.
Entre los almendrones se oían campanas.
Bajo la llamarada del rosal salvaje
rezaban las serpientes casi siempre invisibles.

            Se conversaba sobre tempestades.
Sobre apariciones y tesoros ocultos.
Sobre guerras terribles y los héroes
montados a caballo y entre nubes.
Sobre la influencia temporal de la lluvia
en el corazón y sus himnos.

            Se conversaba de la fortaleza
tutelar de las debilidades.

            Confundido te nombro. Reconstruyo
otra edad y otro mundo en este puerto
que hace escala en la zona
de mi desaparición progresiva.

            Tú eras bella y aún reinas.

            Registro una vez más en vano
la realidad no obstante inconfundible
que te rodea –la fabricas tú misma
con una persistencia de deidad arbórea.
De improviso la ocultas. La avientas alto
y florece o llueve como un ramo de eclipses
sobre el misterio de las circunstancias perdidas.

            Eres tu sombra. Eres sólo
tu rastro todavía cálido pero todavía
sin ubicación entre los grandes signos
de su naturaleza aparente. Y me haces
mentir cruelmente sobre el tiempo
fijo en la memoria y sonando
como un día de dos caras sin nexos.

            Miento ahora de verdad en tu nombre.
Cuando te hablo por ejemplo lo hago
como si estuvieras desapareciendo en mis ojos.
Cuando te veo por ejemplo te hallo
como estás ciertamente al alcance
de una simple fracción centesimal
de sucesos absurdos que se infiltran
entre el amor y tu imagen.

            Miedo deliberadamente. Estamos solos
a tal punto que apenas si hace falta
voltear al mundo –darle vuelta al deseo
como a un animal muerto para vernos

y oírnos recordando otros tiempos.