domingo, 23 de febrero de 2014

Apocalipsis (1952)

Por Hesnor Rivera




Mi país rumia en secreto
el agua de los desastres.
Desencaja los dientes de las alas y rumia
-los dientes que sangran
mucho más
que los remos de un naufragio.
Mucho más que los jóvenes bajo el cielo
tormentoso de agosto.

Sólo los labios del ojo silban como las serpientes
flechas con cartas de venganza.
Rojas baladas que cruzan la noche
como estrellas errantes.

¿Qué manda el amo? gritan niños melancólicos
en las noches de barro. Se escribe M
delante de B y P como en la palabra Constantinopla.
Cuando se nace junto a un lago inmenso
como el pecho leguminoso de las mucamas.

Cuando se crece junto al pecho del agua
a cuyo alrededor
gira el mundo
dividido en sus partes:
dime tú cola caimán
enamorado del jardín de relámpagos
gelatinosamente ciegos del petróleo.
Dime tú lobo extinguido como una lámpara
por la sed de gusano peludo de los mares.

Decidme vosotras
¡oh! vírgenes empolladas
de gavilanes trágicos.
Decidme ¿no se nace y se crece para el mundo
y no obstante se está echado como un gallo
doméstico a orillas de la conquista?

¿No se nace y se crece como el mundo
que se divide en sangre
de conquistadores
y en llagas que se abren
como las orejas de la tristeza humillante?

Mi país rumia en secreto el agua de los desastres.
¿Qué manda el amo? gritan los niños melancólicos
en las noches de barro. Se escribe M
delante de B y P como en la palabra Constantinopla.

Un navío distante cuelga entre los troncos
de las palmeras
como la hamaca
de un rey monstruoso.
Sobre los adoquines de alquitrán
de los puertos mueren los padres.
Ellos se doblan sobre las cajas
exportables de calor
que consumen países
embriagados de incendio.

Sólo a mediodía llega la tribu
de los caras de tigre –buscan su antigua edad
de oro entre las ratas muertas por el soplo
de cuernos del carburo que madura los plátanos.
Puede ser que sobre el agua comience
verdaderamente
el infierno.
Comiencen verdaderamente
los altos martirios.
Puede ser que en las brillantes dársenas
de las hogueras
un hombre aspire
alimentar
los insectos del bosque.
Un hombre intente estrangular con el sexo
los fuegos verdes que se hinchan
como la semilla de bestias
cuyo interior de vendaval resguarda
las grandes alas dicotiledóneas del trópico.
¿qué manda el amo? gritan niños
melancólicos en las noches de barro.

Bajo su loco sol de techo de langosta
la ciudad
oye también
su propio nacimiento.
Alrededor de los cocales crecía
y daba vueltas como un asno pequeño.
Alrededor del templo de los asaltantes crecía.
Alrededor del fuego de las ciénagas.
Crecía alrededor de los mineros desolados
dentro de sus esqueletos
con órbitas de linternas agónicas.
La ciudad crecía –crece siempre
alrededor de víctimas doradas.
De muertos que rodean sus memorias
con violetas bucales. Crece sólo alrededor
de las excavaciones
donde suelen esconderse
para siempre los muertos.
Mi país rumia en secreto
el agua de los desastres.

Bajo ese sol de piel negra una isla
se construye por sí sola en el alba.
De lo alto de la selva
parte ríos de naranjas purpúreas.
Parten avalanchas muertas de animales de peltre.
Camina la espadaña
con sus patas
de ciempiés limoso.

Entonces una isla no es un nido
de corales
benditos.

No es una puerta abierta hacia la luna
que maneja con siniestros hilos
desde todos los cielos la crueldad del relámpago.

Una isla es el centro
desconocido
de la zona en acecho.

Gordos espádices sostienen
los huevos luminosos
de una fauna sombría.
Y al final sólo una historia sin sentido
Llega a delatar el velorio
de la mujer siempre anciana
con que el rancho gramíneo podía participar en la fiesta.
¿Qué manda el amo? gritan niños melancólicos
en las noches de barro. Se escribe M
delante de B y P como en la palabra Constantinopla.

sábado, 15 de febrero de 2014

Rosario a los corruptos

Por Hesnor Rivera



Cuando uno ha nacido en medio de una dictadura ya antigua
y creció entre gentes poseídas por la férrea voluntad
de volverse monstruosamente ricas a como dé lugar
hay que preguntarse ¿es que vas a morir alma de dios
pobre diablo creyendo todavía en las volteretas mágicas
del azar y en su combinaciones de payaso de aldea?

Es ahora cuando te percatas de que por andar leyendo
en la relación cambiante de los seres y las cosas
los libros que jamás se escribieron no aprendiste a contar.
No te diste cuenta de la red de arquitecturas aéreas
que tejían con sus dedos de virgen las delicadas computadoras
ni de las apasionadas maneras con que los banqueros
hablan sobre saldos y cámaras de compensación y encajes
para referirse no a la moral del oro de sus maquinaciones
alquímicas sino a las garras de la ruina cada vez
más siniestra que le comen el corazón y el hígado
a los bienaventurados perdidos en los pliegues de tu propia miseria.

Es ahora cuando te percatas de que tu memoria
está llena de animales que desaparecieron. De doncellas
con alas de tela transparente aniquiladas por la lepra
del llanto mientras esperaban al héroe que se debatía
contra los fantasmas de los primeros diluvios.

Perdiste el tiempo consultando la letra menudita
que está al pie de la página de cada piedra. De cada
puerta doméstica concebida para asentar historias
de padres y de hijos que jamás se conocen y de novias
que recitan cántigas para los desafueros del forastero sin alma.
Consultando en fin los índices de las hojas y las flores del árbol
por entre cuyas ramas asoman sus cabezas los astros.

Entre tanto la ciudad ya había amamantado a otros héroes.
Por tus ciudades nativas ya Rosario –por ejemplo–
exhibía la noche artificial de sus ojos y su cabellera
de bailarina gitana mientras improvisaba la gesta
en forma de almanaque de los caballeros corruptos.

Si tú te entretenías y habías envejecido tratando
de descifrar la significación de las manchas de petróleo
en tu pantalones de caqui ¿cómo podías aspirar
a comprender el brillo heroico de las uñas de Rosario
más enceguecedor que el de los diamantes robados?
¿Cómo pretendías comprender la dimensión patriótica
del jet set y las batallas libradas en sus arenas
por la pobre Leonor –la heroína abroquelada en sus trajes
del color del dólar? ¿Ni la demencia impagable
con que rubricó sus mejores hazañas la princesa Carmen
–la loca de la libido caída? ¿Ni los trabajos
y las penas del escudero negro doblegado sobre el peso creciente
de su patrimonio estimado justo en un ciento de millones sonantes?

Y ahora resulta que además de haber sido estafado
corres el mortificante riesgo de que se te declare culpable
–de que se te maldiga para siempre si es que intentas
levantar el dedo de la acusación contra los ladrones
de la mesa redonda–la misma de firmar falsos créditos.
Pagos y comisiones por obras y diligencias públicas ni siquiera
iniciadas. Viáticos por viajes que jamás se emprendieron.
Jubilaciones copiosas por enfermedades y defunciones apócrifas.

Todo esto te ocurre y te seguirá fatalmente ocurriendo
por haber nacido como naciste. Por haber crecido por obra
y gracia del azar y de la providencia todavía amados.
Y sobre todo porque envejeciste y estás a punto de morirte
sin haber comprendido la embriaguez sagrada de los hippies.
Ni el estructuralismo ni la semiótica ni los trucos
horripilantes de la alienación y la sociedad de consumo.
Ni las encuestas ni la cultura de masas y el feminismo y los blue jeans.

Ahora no es que debas resignarte pero al menos tendrás
que morderte la lengua mientras ves a la heroína Rosario y sus huestes
fabricarse estatuas por haber convertido –mediante técnicas
contables extraídas de los modernos arcanos–a la formas
más vulgares del crimen en modelos de honradez sin soslayos
–en paradigma invulnerable de honorabilidad ciudadana
incluido el fabuloso prodigio de transformar en algo útil
la locura ajena poniéndola al servicio de la esta perfecta.

Perdiste el tiempo y en este instante en que ves a la nación
dando brincos como un pájaro al que acaban de robarle las alas
tendrás que poner a tono con la época al menos
lo que te resta de muerte bebiendo a grandes sorbos
las porquerías exigidas por la sobrevivencia si es que quieres
asistir a la epifanía de los brujos del porvenir inmediato.

sábado, 8 de febrero de 2014

Entre el amor y el hastío. Aproximaciones a la poesía de Miyó Vestrini

Hoy, Persistencia del Alucinado, dedica un espacio a Miyó Vestrini, pieza clave dentro del Grupo Apocalipsis (1956-1958) y gran amiga del poeta Hesnor Rivera.

También sobre Miyó Vestrini puede encontrarse este hermoso trabajo de Marisela Díaz para la Biblioteca Biográfica Venezolana de El Nacional.


Por Alberto Quero

I.- ENTRE EL AMOR Y EL HASTÍO

Suele decirse que el asombro es lo que da origen a la poesía. El caso de Miyó Vestrini (1938-1991) (seudónimo de Marie José Fauvelles, poetisa venezolana de origen francés) no parece ser distinto. Sin embargo, hay en ella una vertiente más, un cause ausente en muchos poetas. En la poesía de Miyó,  el asombro luego desaparece y da paso a lo reiterado. Lo que queda es, entonces lo habitual. No hay más residuo que lo cotidiano, que es el temblor mismo. Tanto así que ni siquiera sorprende ni desconcierta, ni siquiera más allá de su propia esencia. Justamente ha dicho Patricia Guzmán que la poetisa “le echó mano a lo real sin titubeos y sin miedo a dejar la piel y oler a carne quemada en medio del proceso”. Sin embargo, la poetisa trae a la superficie algo más atroz, más violento: y es que, si bien En la breve pero excelente obra poética de Miyó Vestrini todo se decanta, todo fluye hacia un abismo, como una cascada. No se trata solamente de lo que Julio Miranda definió como

“una poesía que se quiso -y fue- totalizante, englobando existencia, literatura y política”.

Lo que uno se encuentra es, fundamentalmente, la lúcida conciencia del precipicio cercano. Tal vez lo más importante sea esa como continua sustitución, una sustitución lenta pero profunda de todas las cosas. Acaso lo primero que se reemplaza sea Marie Jose Fauvelles, la misma que se convierte en Miyó Vestrini. Y, naturalmente, con la misma mirada recorre el tema de lo femenino, el del pasado y los recuerdos, o el de la lucha política y social

La primera mutación en la escritura es justamente la de la palabra en sí misma, el de los artificios del lenguaje. Es fácil notar cómo el tono de los versos nunca pierde intensidad pero se hace cada vez más desenfadado. Desde las metáforas audaces –y que, para que la justicia sea servida, hay que admitir que en más de una ocasión caen en el mero cliché poético- de Las historias de Giovanna hasta el carácter francamente coloquial de Valiente ciudadano, el discurso –y el decurso- se cargan de una ironía a la vez furiosa y resignada.. Así, de la romántica gesta de Giovanna, cuyo martirio es idealizado y sublimado, pasamos al sarcasmo puro, la expresión desatada que hay en sus libros posteriores.

Pero Miyó cuenta un reemplazo aún más terrible: la inexorable conversión del amor en rutina, de la rabia en costumbre, de la vida en muerte. Al principio la poetisa nota cómo tal tránsito le  provoca un amplio abanico de sensaciones: rabia, indignación, miedo... o una combinación de todas, ese no es el punto. Lo verdaderamente demoledor es que jamás produce asombro. La cotidianidad va siendo asumida, poco a poco, como algo ineluctable.

II.- LOS LIBROS Y LAS PALABRAS

Hablemos primero de Las historias de Giovanna (1971) ¿Cuánto de Miyó hay en Giovanna? Aunque no se sabe con precisión, se adivina que entre ambas los bordes son tremendamente difusos: mucho debe haber de recuerdo, como mucho debe haber de invento puro y mucho más de idealización. Como quiera que sea, el tema del yo poético desdoblado no es lo que más interesa aquí. Lo que es realmente trascendente es que ya en este texto va apareciendo la principal línea poética que trabajará la poetisa:

“Creíamos que la costumbre de recordarlo todo / era razón suficiente / para no hacer sino lo indispensable” (29)

La primera persona del plural desconcierta: es imposible siquiera aventurar a quiénes se refiere; pero el personaje queda definido, como también queda definido el itinerario que la mujer que habla –sea Giovanna o Miyó- transitará con posterioridad. Por ejemplo: “Dirán entonces que Giovanna no tiene / nostalgia” (42) Tampoco se sabe quiénes notarán la carencia de nostalgia de la protagonista, y ello no es problema: lo demoledor es que alguien lo dirá y que todos –Giovanna, Miyó, nosotros cuantos somos simultáneamente lectores y espectadores- lo sabemos

Lamentablemente, debemos repetirlo, buena parte del argumento de estos poemas no excede al lugar común. Los personajes sórdidos, que llevan una vida “bohemia” en ciudades europeas son, además de poco creíbles, nulo aporte para la grandeza de un libro. Así, el hecho de que Giovanna diga “ragazzo triste come me, ieri ti ho visto al bar” (29) nada le añade al poema. Nada nuevo propone el hecho de que alguien le suplique a la protagonista las palabras siguientes:

 “Si al menos, Giovanna, supieras mi nombre / y entraras a comprar cigarrillos en este bar” (38)

Lo que hace a Giovanna interesante no es que en muchos puntos se adose al manoseado arquetipo de la wild child, sino la coherencia con que se hila su pensamiento. Afortunadamente, esta tendencia fue desapareciendo en los textos sucesivos: la poetisa se dio cuenta de que era imprescindible sacrificar en el ara de la honestidad algunas repeticiones triviales.

La llegada de El invierno próximo (1975), Miyó plantea una poesía más fresca pero más fuerte, una poesía franca y lisa pero al tiempo sólida y vehemente. Parte de esa evolución es la liberación de la expresión, la emancipación del lenguaje. O lo que es lo mismo, un rescate de esa vitalidad primigenia, de esa potencia que acaso andaba perdida en fingimientos que, por habituales, rayan en lo excesivo y en lo tibio. Ahora ella se atreve a soltar que:

“Descubro que todas mis amigas tratadas por psicoanalistas se han vuelto totalmente tristes, totalmente bobas / me leen el oráculo chino y me predicen larga vida/ vida de mierda digo” (65)

Pero lo más importante es que se presenta una poesía que si bien continúa el recorrido que se había esbozado en el poemario anterior, comienza a adquirir un aire más franco y personal, un aire más cercano que ya no abandonará jamás. Es más, tan importante es este libro, y el poema que acabamos de citar –el XII- que ha dicho Patricia Guzmán que

“De ese poema, de ese río, parecen partir todas las rutas, todas las aguas, de la poesía venezolana escrita por mujeres (...) en las últimas dos décadas”.

Es probable que tal herencia sea cierta. Uno de los aspectos clave de este poemario es que por primera vez el yo poético se asume con plena conciencia y libertad. No por otro motivo estos versos trasuntan honestidad y franqueza. Una franqueza tan llana que sin duda proviene de la honda vitalidad de la autora, que se refleja interminablemente en sus textos:

Escucha cómo paso de largo / y todo se hace tan frágil, / tan triste (67)

Por lo mismo, no es discordante el hecho de que uno de los signos de este libro sea el de la paradoja, el de la aparente contradicción: el título habla del invierno y ello nos remite a lo paralizado, a lo que queda aterido e inmóvil. Pero el aliento poético sugiere algo bastante diferente:

“No hay cielo / ni lluvia / por los alrededores / solamente / un calor / que se hace / grave / y duro / en mí” (70)

Y si bien ese impulso proviene de otra “temperatura”, lo que cuenta es que el signo de ambas es igual: extremo. Frío o calor, es igual: el problema subsiste en la entraña de la existencia no en la periferia. Helado o candente, la clave está en que el estremecimiento íntimo. Y lo que es más: ese estremecimiento se ha hecho continuo, se ha transformado en un escalofrío que, a fuerza de repeticiones, se vuelve casi soportable.

“Descubro enigmas que terminarán en un instante / cuando todo esto / no sea más que un hábito” (68)

 Aunque en algún lugar se haya colado la palabra “asombro”, es evidente que se trata puede uno zafarse del miedo, semejante proceso es capaz de eliminar también la maravilla y el misterio.

La misma línea continúa en “Pocas virtudes” (1986) El lenguaje, su tono y su candidez sorprenden otra vez, aún más que antes. Directo e irrevocable hasta casi el desenfado, ese matiz se ha instalado definitivamente:

Y es la misma hora / la de hoy / la que vendrá todos los días / la que me jode. (91)

No es raro que Alfredo Chacón haya dicho que “la de este libro es palabra visceral y a un tiempo distanciada, capaz de sostener su impulso como un residuo oscilante que no cesa su vaivén (...)” (1986,1999:10) Sin embargo, lo más importante es el sustrato poético. La misma cercanía que se abrió en el libro anterior, avanza en éste. El yo de la poetisa está consolidado; ella se ha apropiado de él, lo ha hecho suyo, ha sentido que le pertenece. Por primera vez los poemas tienen un título, no ya un mero número romano como en “El invierno...” o ni siquiera eso, como en “Giovanna”, que es una oleada de poemas sin más identificación que ellos mismos. Se renueva el mismo tema, reaparece la obsesión. La repetición del miedo, lo reiterativo de la angustia, es lo que da la clave, es la misma cifra que antecedió y que ahora renace.

“Perdida pero obstinada /(...) / siempre con el frío de la / noche anterior, siempre el mismo” (79)

El mismo Chacón ubica estos textos y a su autora “entre el horror normalizado de la vida y el necesario origen de su voz”. La angustia habitual, ya lo decíamos, será una de las marcas constantes que esta poesía no abandonará jamás. Otra de esas líneas temáticas constantes la encontramos nuevamente consolidada, esa especie de parsimonia vital que ha olvidado sorprenderse ante el miedo y que ha aprendido a resignarse ante las carencias

“No hubo soledad / ni rigurosos ejercicios para / olvidar / olvidar a los miserables / ajenos / al amor / amor” (83)

En los póstumos Valiente Ciudadano (1994) y Órdenes al corazón (1997) todos los grandes grupos temáticos aparecen plenamente consolidados y maduros. Lo mismo ocurre con la forma de la expresión. El discurso es exactamente el mismo, sólo que ahora está más estudiado y trabajado; no hay nuevas exploraciones temáticas sino una profundización en los caminos que hasta entonces se habían transitado.

“Pero la lluvia no pone fin / a ese eterno y aburrido cielo azul” (124) “Pero el goce es el horror del sueño: / dormir va a ser para siempre” (126)

Pero, pero... Otra vez se complementan los niveles. Forma y contenido, se interconectan y se revelan imbricados mutuamente uno en el otro. Obviamente no se trata de la mera frecuencia de una conjunción adversativa: el drama es justamente la contrariedad interna que su presencia comporta. Nada redime, nada es suficiente. Acerca de Órdenes... ha dicho Blanca Strepponi que

“este libro es una voz muy cercana al inconsciente que la convoca, una y otra vez, los sentimientos primarios: placer, dolor, muerte, culpa y miedo. Una y otra vez esa voz establece profundos lazos literarios, entre uno y otro texto, entre los personajes, sus silencios y sus recuerdos”

En estos libros, una vez más, las sustituciones son inevitables, la decadencia es irremediable. En algún momento anterior Miyó se preguntó en qué consiste ser Animal de ocasión. Y hasta ahora, parece que nadie lo sabe, o nadie lo quiere saber. Porque, si Sánchez Peláez hablaba de un “animal de costumbre”, él parece hallar alguna justificación: acaso en la propia confesión de lo rutinario, acaso en la redención por sorpresa, poco importa porque algo hay. Como quiera que sea,  Miyó nos cuestiona y nos deja a la intemperie ante la tranquila pérdida, ante la desaparición sin temblor.

De poco sirve hablar del transcurso del tiempo, el cambio de la vida, las interminables permutaciones que ella ofrece. Después de todo, como dice en Pocas virtudes “ya no es necesario inventar nada / salvo esta terca soledad” (111) ¿Es un lamento? ¿Es una forma de tranquilidad? ¿Es una forma de anestesia? Acaso ella misma lo ignore.

Por eso Miyó evita perder el tiempo con perogrulladas inútiles. Poco le interesa lo sabido, la moneda de uso continuo. Lo que ella traza, lo que pone a la vista de todos no es el fluir en si mismo, que se le antoja refugio para tontos; más que el itinerario del viaje, le preocupa el destino, la llegada. Basta pensar en que, como Giovanna –y con Giovanna, y desde Giovanna- estamos frente a un

 “sueño descomunal de una infancia / que va y viene / como pájaro de mal agüero” (21).

O, como ha escrito Garmendia, “El corazón no pasaba de ser un alfiletero de peluche donde se clavaban sin sacar sangre los pedacitos de una niña que a veces lloraba por nada, ya que aún ignoraba cuáles iban a ser los veredictos sobre ella.” Y es casi seguro que nadie quiere recordar que se sueña, mucho menos despertar del sueño, sobre todo si el corazón está desgarrado y acuchillado.

Es inevitable que esa agonía y ese desencanto toque la fibra más honda: la minuciosa desesperación interroga, estremece, funciona como recuerdo o aviso de las dudas existenciales que cualquiera conoce pero pocos, por cobardía, se atreven a enfrentar. Porque Miyó le recuerda al lector que nadie sabe cómo recuperar la inocencia. O, lo que es lo mismo, que nadie se despeña dos veces por la misma cascada.


sábado, 1 de febrero de 2014

En torno a la poesía de Apocalipsis

Por Ignacio de la Cruz




Dos argumentos se esgrimen principalmente contra Apocalipsis. Uno pudiera encerrarse en la pregunta siguiente: ¿Son versos éstos? Otro subraya lo absurdo: “¡Pero qué de disparates!” Aquel tiende a aplicar a la poesía del grupo las formaletas de la Preceptiva Literaria de hace un siglo; éste pide explicaciones, interpretaciones.

Para unos, para los “preceptistas” Apocalipsis no realiza poesía alguna. Tal vez, mala prosa. Para los últimos –para los que analizan por medio del diccionario, sin vuelo de la fantasía y la sensibilidad– el grupo produce una poesía tan enmarañada que resulta ininteligible “para las personas más o menos cultas”, y explicable sólo a su autor.

Uno y otro argumento, no obstante su reciente aparición en nuestro medio, son tan antiguos como la poesía misma. Cuando Boscán[i] introdujo el endecasílabo en el castellano, el público literario de entonces, el del siglo XVI, se desconcertó: “si era prosa o si era verso”. Y Boscán, en polémica y en alusión maliciosa al octosílabo, replicaba: “¿Quién ha de responder a hombres que no se mueven sino al son de los consonantes? ¿Y quién se ha de poner en pláticas con gente que no sabe qué cosa es verso, sino aquel que calzado y vestido con el consonante, os entra de golpe por un oído y os sale por el otro?”

Más tarde volverá a repetirse y otra vez tal argumento. Incluso contra Darío, según lo recordará Dámaso Alonso en discurso que pronunciase en la Real Academia Española, con motivo de la recepción de Vicente Aleixandre como académico de la lengua.

Por el siglo XVII, Faría de Sousa, con referencia a unos versos de Lope, pero en disparo contra Góngora, pregunta, casi con las mismas palabras que se dicen contra Apocalipsis, lo siguiente: “… a la sombra de juicios claros, libres de cataratas, ¿qué bueno, por vida mía, está el poeta de que se dice ha menester ser adivinado y no entendido?”.

Sin embargo, un académico como don José María del Cosío –en “Poesía Española– Notas de Asedio”–, llega, al comentar esa posición de Faría de Sousa, a una conclusión distinta: el poeta ha de ser más que entendido, adivinado. Es más, considera que su aseveración pudiera tenerse por aforisma.

Como se ve, los dos argumentos principales que se dan contra Apocalipsis se han venido produciendo en cada instante en que  ha surgido un movimiento de renovación en la literatura.

No existen, pues, argumentos nuevos, sino apego a las formas del modernismo, del parnaso, del romanticismo; corrientes literarias que, para darse y desarrollarse, debieron, a su vez, romper los moldes que las precedieron. Apego y regusto por el verso que, como decía Boscán, “os entra por un oído y os sale por el otro”; y un querer someter, por esa misma razón, la poesía de Apocalipsis a una lógica de la que se escapa. De allí el sobresalto, el desconcierto.

La poesía de apocalipsis se levanta, sin que se ubique en una y otra tendencia, en la experiencia poética del vanguardismo y del superrealismo, dos movimientos con ya más de treinta años de existencia. El primero se reflejó en Venezuela en el 28 –de ese año datan los “Poemas de la Musa Libre” de Ismael Urdaneta-, y el segundo, con el grupo “Viernes”, en el 36.

Treinta años, por lo menos, de estas innovaciones, de estas experiencias. Y sin embargo, no es sino ahora, hoy, hace un año –Apocalipsis comenzó a publicar en noviembre del año pasado– cuando las discute en Maracaibo.

EL MATIZ DE LA AURORA
            Nadie se escandaliza cuando una persona, al calificar las cualidades de otra, afirma que tiene “corazón de oro”, o el “corazón en la mano”, acepciones que, tomadas en su sentido directo, pudieran resultarnos disparatadas, absurdas. Sin embargo, un buen amigo se asustaba de un verso de César David Rincón:

…Desde tu corazón de líquenes descienden
las savias de las aguas que te pueblan…

Le molestaba el “corazón de líquenes” de la muchacha de Rincón. Pero ¿qué hay de extraño en esta imagen que no lo sea también en “corazón de oro”? Nada. Absolutamente nada. Desde el punto de vista de la Preceptiva ambas son idéntica cosa: en una y otra se compara directamente, sin nexo, alguno, por un proceso de identificación, y ofrecen, hasta una misma construcción gramatical. ¿Dónde entonces la objeción?. En un hecho simple, que arranca también del gusto deformado: en la necesidad de encontrar, en el lugar de los líquenes, un vocablo diferente y, por eso así decirlo, “preciosista”. El peso de semejante lastre no le permitió captar la asociación distinta, nueva y superior.

De la aurora se ha dicho que es rosa, violeta, malva: términos todos de uso común y corriente. Rincón, usando el mismo matiz, logra una imagen sorprendente, de una altura insospechada, con sólo introducir un agente activo:

…la huella de una malva incendia
las nieblas moribundas…

el color, como se ve, es el que comúnmente se acepta. Pero de lo puramente estático se salta a lo dinámico. El color se mueve, se desplaza, hasta dibujar la aurora. Hermosa y limpia y fresca imagen, trabajada con los mismos elementos de color que todos usan. Lo corriente, por este sólo cambio, adquiere así una alta categoría poética. En ese salto o traspaso de la realidad consiste precisamente la poesía.

LA SERPIENTE EMPLUMADA
            El mito de la serpiente es universal. Ha simbolizado el mal, como en la Biblia; o la salud, con Higia y Esculapio; o la sabiduría y el comercio caduceo de Mercurio; o la paz, o la fertilidad, o la castidad, o la omnipotencia, etc.  O la fuente de la vida, o la creación misma en el Popol Vuh:

– Y como dijeron los progenitores, los Creadores, los Formadores, que se llaman Tepeu y Gucumatz: “Ha llegado el tiempo del amanecer, de que termine la obra y que aparezcan los que nos han de sustentar y nutrir, los hijos esclarecidos, los vasallos civilizados, que aparezca la humanidad, sobre la superficie de la tierra”. Así dijeron.

            Gucumatz es Quetzalcoalt, la serpiente emplumada. El mito donde se unen –según la frase de Picón Salas– lo más alado y lo más pedestre.

            De allí, de todos esos símbolos, sus cultos diferentes, que en el África, entre los bugandas, dispone de sacerdotes y de médiums para el pitón, al que se guarda en un templo y se le alimenta –hecho que subrayo– con leche de mujer; y donde el médium, poseído por el dios, emite oráculo que interpreta el sacerdote.

            El mito de la culebra. En la religión antigua, en el baile folklórico de Barlovento y en las consejas. En aquellas consejas de mi niñez campesina, que casi había olvidado y que volví a recoger en otros caminos y desde unos versos. Qué peligro el de las mujeres recién dadas a luz, durante el sueño. Porque hasta ellas podía llegarse una culebra venenosa o inofensiva, y beberles la leche de los senos; mientras –otra vez salta aquí uno de los atributos del mito– su cola entretenía, a su manera de biberón, al niño recién nacido para que no llorase, para que con su llanto no volviesen el hombre y la mujer a la vigilia, al vigilar… que del sueño se alimenta precisamente el mito.

            Qué cercana esa fábula al culto de los bugandas, donde a las serpientes se les alimenta con leche de mujer. Qué extraña, entre sus diferencias, esta semejanza.

            El mito de la culebra, la conseja que casi había olvidado, me salió al encuentro, de pronto, desde unos versos de Régulo Villegas, quien como yo también tuvo una niñez campesina. Yo, en Guanacaste, en Costa Rica; él, en Sucre, en Venezuela. Y sin embrago…

Yo nada invento.
Repito una lección aprendida
cuando las culebras amamantaban
a los hijos de las campesinas

            De pronto, y sin saber por qué, pienso también en Rómulo y en Remo y en la loba, en un como hacer de golpe en la primera luz. Y es que, como el sacerdote de los bugandas, Villegas, interpretó sin proponérselo –por esa tensión a que obliga el acto creador, en el que las palabras y las cosas de tan tensas estalla lo mágico– el oráculo que venía, con su clave indescifrable, a flor de piel en el subconsciente colectivo. No, nada inventa. Por eso puede amar a Enóe desde siempre. A Enóe, que comía hojas de cebolla y decapitó un gallo que erizaba. Puede amarla, buscarla, sentirla desde el Paraíso, desde la primera pareja humana… En un amarla, buscarla y sentirla de un modo alucinante en todo, hasta en los hornos crematorios y ¡la nada! Y preguntar aún, allí contra esos muros, por su voz perdida y ya distante:

…¿Adónde iría su lengua pecadora
en busca de los fragantes malabares?

LOS VITRALES DEL ALBA
            Clara, me imagino, es pues la posición de Apocalipsis en las letras zulianas. No nace –lo hemos visto– de un deseo pedante de exhibición, sino de un propósito sincero y cierto de renovación de la poesía regional, como un día la renovaron el romanticismo, Ariel y Seremos, grupo que se levantó para retorcerle el cuello al cisne, para dejar el primer jalón de un camino que no prosiguió.

            Surge para fijar su huella con signos nuevos, distintos de cuantos le han precedido en la literatura regional, y dueño –no sé si lo he probado– de una poesía, que bien pudiera definir Hesnor rivera con esa voz tan suya y mágica:

He aquí la historia de la zona que se desconoce.
La zona donde el agua es de fuego. Donde
el amor se bebe como un vaso de perdidos relámpagos.

Panorama, 29 de noviembre de 1956




[i] Juan Boscán Almogávar (o Joan Boscà i Almogàver) (Barcelona, 1492 - Perpiñán, 1542), poeta y traductor español del Siglo de Oro. Boscán, que había cultivado con anterioridad la conceptuosa y cortesana lírica cancioneril, introdujo el verso endecasílabo y las estrofas italianas (soneto, octava real, terceto encadenado, canción en estancias), así como el poema en endecasílabos blancos y los motivos y estructuras del Petrarquismo en la poesía castellana.