martes, 1 de abril de 2014

La poesía siempre es otra cosa (3/3)

Por Hesnor Rivera



Sorprendentemente, la afirmación de Ortega sobre el yo y las circunstancias viene a concordar con una de las definiciones sobre la belleza que ofrece el Conde de Lautreamont –el montevideano Isidore Ducasse– en sus “Cantos de Maldoror”. Esa definición, entre varias, es la que sostiene que una determinada persona “era más bella que el encuentro fortuito entre un paraguas y una máquina de coser, en una mesa de disección”. Con ella se descubría y se enunciaba la larga participación del azar en el proceso que cambió la visión y la escritura de la poesía durante este siglo que termina.

Ese ordenamiento de de las circunstancias por el azar, tan ampliamente explotado por el Surrealismo –el azar es la gracia del mundo, decía Breton– y otras importantes corrientes literarias del siglo, tiene una interesante anécdota comentada por Jean Paul Sartre en su libro “¿Qué es la Literatura?”, y protagonizada por Pablo Picasso. Decía el genial pintor español que para él sería bello convertir una caja de fósforo en un murciélago, pero sin que la caja de fósforo dejara de ser tal, ni el murciélago dejara de ser murciélago. De ese modo, es evidente que para el artista no se trataba de crear un híbrido, sino de proyectar la autonomía del objeto y del animal hacia un desencadenamiento de circunstancias y visiones, igualmente autónomas.

Cuando me enfrento a esta sucesión de citas librescas, sí, pero tan apasionantes como las de los encuentros de dos amantes clandestinos; cuando reviso las marcas muy reales que han dejado en mi existencia, tengo que abandonar las tareas útiles y prácticas que esté llevando a cabo, para internarme en el inútil y demasiado escabroso y, por lo tanto, impráctico, camino de escribir un poema inspirado por el fascinante impulso de ayudarme a mí mismo y ayudar a los demás en el combate, sin trofeos ni botines, de vencer todos los obstáculos, incluido el de la muerte, mediante la más laboriosa, pero emocionada suma de instantes de belleza y libertad, que son una sola cosa, sin ser nunca lo mismo.

Por esa vía, por la inutilidad vital y sus feraces ocios, he llegado a otra de las marcas que me he infligido a mí mismo: la de sostener, sin ambages, que la poesía siempre es otra cosa. Vengo de afirmarlo en mi más reciente poema, titulado “Para ser más humanos”.

La poesía siempre
es otra cosa.

Es la ventana –por lo menos
lo fue hasta hace poco-
que se derrama desde el frente
de mi casa hasta el lago.
Y enseguida deja de ser
las diez mil torres petroleras
y el brillo de los peces
que dan saltos mortales
cuando el viento casi inmóvil
sale de la alcoba donde el sol
duerme aún junto al alba.

La poesía sigue de largo
porque ya la poesía es otra cosa.

Por eso la belleza
-la del provenir sobre todo-
será huella pasada. Será
eternamente pretérito
que se renueva libremente
sin pausas de este lado o del otro
de la superficie del tiempo
perdido entre las altas briznas
azules de sus propias lluvias.

La poesía baja ahora
de los árboles de oro
que alimentan las ruinas
y las humaredas muy vivas
del gran reino de antaño.
Pasa ahora por encima
de la transparencia del cielo
y se vuelve para alborotar
de nuevo con sus manos de duende
la cabellera de acertijos
de los milagros y la magia.

Vuela y entra de inmediato
por la misma ventana
que cae de espaldas.
La poesía deja de ser la casa
para ser la casa por eso.

Y desaparece y cobra
sin moverse la velocidad
perfumada del fuego
que destruye sus propias formas.
Y se bebe y sopla las palabras
previas al comienzo
de los resplandores inútiles.

La poesía siempre
es otra cosa.

Y es ordenada a cada paso
sin ton ni son por el azar
más íntimo y por tanto certero
-o por las circunstancias comunes
para que las imágenes
sean a todas horas libres
-sean en cualquier parte
la oscuridad y la duda
que nos apasionan hasta el vértigo
y nos hacen por pálpitos o a ciegas
cada vez más humanos.

La poesía es un interminable periplo que no obedece a dogmas, ni acepta reglas o normas, ni principios inconmovibles, ni preceptos, nada que le impida moverse constantemente en una atmósfera que la distancia y la exime de clasificaciones, de los análisis racionalistas, de los acomodos del sentido común y, por consiguiente, del facilismo y los provechos ordinarios de la rutina. Si mucha gente tiene que descartar voluminosas zonas de experiencia, para no enloquecer, para no perder tiempo, por pragmatismo y objetividad, la poesía y los poetas no lo hacen. Para ellas y ellos, cada paso, así se haya repetido mil veces, siempre será el comienzo de una desconcertante y saludable aventura, sin obligaciones, sin objetivos, pero tratando de no perder nunca de vista esos instantes de belleza y libertad que serán el escudo y el arma para enfrentar todos los enigmas y el gran misterio de nuestra permanencia en la tierra.

Desde la más remota antigüedad, la poesía lucha abierta o subrepticiamente, por preservar la vida de la raza humana en el planeta, no sólo mediante la obediencia al precepto bíblico del “creced y multiplicaos”, sino además estimulando y enalteciendo los signos que mejor denotan la presencia de la vida, como es el del amor revestido de las características que le han dado el hombre y la mujer, uniendo al ímpetu instintivo esa hermosa carta de permanencia, del real eternización, que es la ternura; es necesidad de ser necesitado dentro del enorme círculo, abierto e infinito, de los afectos humanos.

A la particularidad del amor en los seres humanos, éstos han juntado ese patrimonio específico que es el de la palabra, camino expedito para la expresión de sentimientos tan vitales –sutiles, pero impactantes– como el de la libertad y la belleza, capaces de hacer retroceder y hasta “vencer de algún modo a la muerte”, según afirmaba el crítico francés Charles Maurón, al referirse a la pasión poética de Stephan Mallarmé.

La fuerza encantatoria de las palabras, debió advertirla el hombre desde sus épocas más primitivas, hilvanando sus sonidos a manera de oraciones fervientes o vehementes, válidas para disuadir la violencia de la naturaleza virgen y poner a esta última al servicio de la subsistencia humana.

Entre los hitos del recorrido –la vida, amor humano, palabras, libertad–belleza versus muerte–, la poesía no puede detenerse, someterse al ritmo del tiempo que nos destruye ni al cautiverio degradante del espacio que nos circunda. La poesía siempre es otra cosa que no admite fórmulas invariables de comprensión o entendimiento, sino una más franca entrega emocional que siga sus movimientos fluidos, y un acompasamiento apasionado, en un acto mágico, siempre diferente, que permita ir a cada instante, entonando pórticos y ventanas por donde penetrar a una visión del mundo que si no es total, se aproxima más que cualquier otro sendero para lograrlo.

A este respecto, los lectores de poesía se quejan amargamente sobre la creciente incomprensibilidad de los textos poéticos, en éste y otros siglos. En realidad, no es fácil comprender el hecho de que algo que se de pronto, deje de verse enseguida y reaparezca sorpresivamente siendo otra cosa dentro del mismo ámbito que edifica (caso Neruda-Barnola).

De este extenso recorrido, desde las otras voces y los otros ámbitos de Truman Capote; desde el yo soy yo y mis circunstancias de Ortega y Gasset, y mi visión de la poesía, como fenómeno de transitoriedad eterna y transfiguración perpetua, queda alguna experiencia de humanización, como la que viví en Chile durante mis veinte años de edad, cuando las calles de Santiago pugnaban por devorarme, a fuerza de hambre, de soledad, de dispersiones grotescas en un mundo de fieras, y el regocijo con que cierto día descubrí que me quedaban fuerzas y disposición para el reencuentro con la realidad casi mística de la inocencia y las afabilidades feéricas de las existencias jóvenes.

De eso se están cumpliendo muchos años, pero como señalé al comienzo “el arte es largo y además no importa”, según el verso magistral de Antonio Machado.



Maracaibo, 1 de marzo de 1999.

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