Por Hesnor Rivera
Sorprendentemente, la afirmación de Ortega sobre el yo y las
circunstancias viene a concordar con una de las definiciones sobre la belleza
que ofrece el Conde de Lautreamont –el montevideano Isidore Ducasse– en sus
“Cantos de Maldoror”. Esa definición, entre varias, es la que sostiene que una
determinada persona “era más bella que el encuentro fortuito entre un paraguas
y una máquina de coser, en una mesa de disección”. Con ella se descubría y se
enunciaba la larga participación del azar en el proceso que cambió la visión y
la escritura de la poesía durante este siglo que termina.
Ese ordenamiento de de las circunstancias por el azar, tan
ampliamente explotado por el Surrealismo –el azar es la gracia del mundo, decía
Breton– y otras importantes corrientes literarias del siglo, tiene una
interesante anécdota comentada por Jean Paul Sartre en su libro “¿Qué es la
Literatura?”, y protagonizada por Pablo Picasso. Decía el genial pintor español
que para él sería bello convertir una caja de fósforo en un murciélago, pero
sin que la caja de fósforo dejara de ser tal, ni el murciélago dejara de ser
murciélago. De ese modo, es evidente que para el artista no se trataba de crear
un híbrido, sino de proyectar la autonomía del objeto y del animal hacia un
desencadenamiento de circunstancias y visiones, igualmente autónomas.
Cuando me enfrento a esta sucesión de citas librescas, sí,
pero tan apasionantes como las de los encuentros de dos amantes clandestinos;
cuando reviso las marcas muy reales que han dejado en mi existencia, tengo que
abandonar las tareas útiles y prácticas que esté llevando a cabo, para
internarme en el inútil y demasiado escabroso y, por lo tanto, impráctico,
camino de escribir un poema inspirado por el fascinante impulso de ayudarme a
mí mismo y ayudar a los demás en el combate, sin trofeos ni botines, de vencer
todos los obstáculos, incluido el de la muerte, mediante la más laboriosa, pero
emocionada suma de instantes de belleza y libertad, que son una sola cosa, sin
ser nunca lo mismo.
Por esa vía, por la inutilidad vital y sus feraces ocios, he
llegado a otra de las marcas que me he infligido a mí mismo: la de sostener,
sin ambages, que la poesía siempre es otra cosa. Vengo de afirmarlo en mi más
reciente poema, titulado “Para ser más humanos”.
La
poesía siempre
es
otra cosa.
Es
la ventana –por lo menos
lo
fue hasta hace poco-
que
se derrama desde el frente
de
mi casa hasta el lago.
Y
enseguida deja de ser
las
diez mil torres petroleras
y
el brillo de los peces
que
dan saltos mortales
cuando
el viento casi inmóvil
sale
de la alcoba donde el sol
duerme
aún junto al alba.
La
poesía sigue de largo
porque
ya la poesía es otra cosa.
Por
eso la belleza
-la
del provenir sobre todo-
será
huella pasada. Será
eternamente
pretérito
que
se renueva libremente
sin
pausas de este lado o del otro
de
la superficie del tiempo
perdido
entre las altas briznas
azules
de sus propias lluvias.
La
poesía baja ahora
de
los árboles de oro
que
alimentan las ruinas
y
las humaredas muy vivas
del
gran reino de antaño.
Pasa
ahora por encima
de
la transparencia del cielo
y
se vuelve para alborotar
de
nuevo con sus manos de duende
la
cabellera de acertijos
de
los milagros y la magia.
Vuela
y entra de inmediato
por
la misma ventana
que
cae de espaldas.
La
poesía deja de ser la casa
para
ser la casa por eso.
Y
desaparece y cobra
sin
moverse la velocidad
perfumada
del fuego
que
destruye sus propias formas.
Y
se bebe y sopla las palabras
previas
al comienzo
de
los resplandores inútiles.
La
poesía siempre
es
otra cosa.
Y
es ordenada a cada paso
sin
ton ni son por el azar
más
íntimo y por tanto certero
-o
por las circunstancias comunes
para
que las imágenes
sean
a todas horas libres
-sean
en cualquier parte
la
oscuridad y la duda
que
nos apasionan hasta el vértigo
y
nos hacen por pálpitos o a ciegas
cada
vez más humanos.
La
poesía es un interminable periplo que no obedece a dogmas, ni acepta reglas o
normas, ni principios inconmovibles, ni preceptos, nada que le impida moverse
constantemente en una atmósfera que la distancia y la exime de clasificaciones,
de los análisis racionalistas, de los acomodos del sentido común y, por
consiguiente, del facilismo y los provechos ordinarios de la rutina. Si mucha
gente tiene que descartar voluminosas zonas de experiencia, para no enloquecer,
para no perder tiempo, por pragmatismo y objetividad, la poesía y los poetas no
lo hacen. Para ellas y ellos, cada paso, así se haya repetido mil veces,
siempre será el comienzo de una desconcertante y saludable aventura, sin
obligaciones, sin objetivos, pero tratando de no perder nunca de vista esos
instantes de belleza y libertad que serán el escudo y el arma para enfrentar
todos los enigmas y el gran misterio de nuestra permanencia en la tierra.
Desde
la más remota antigüedad, la poesía lucha abierta o subrepticiamente, por
preservar la vida de la raza humana en el planeta, no sólo mediante la
obediencia al precepto bíblico del “creced y multiplicaos”, sino además
estimulando y enalteciendo los signos que mejor denotan la presencia de la
vida, como es el del amor revestido de las características que le han dado el
hombre y la mujer, uniendo al ímpetu instintivo esa hermosa carta de
permanencia, del real eternización, que es la ternura; es necesidad de ser
necesitado dentro del enorme círculo, abierto e infinito, de los afectos
humanos.
A
la particularidad del amor en los seres humanos, éstos han juntado ese
patrimonio específico que es el de la palabra, camino expedito para la
expresión de sentimientos tan vitales –sutiles, pero impactantes– como el de la
libertad y la belleza, capaces de hacer retroceder y hasta “vencer de algún
modo a la muerte”, según afirmaba el crítico francés Charles Maurón, al
referirse a la pasión poética de Stephan Mallarmé.
La
fuerza encantatoria de las palabras, debió advertirla el hombre desde sus
épocas más primitivas, hilvanando sus sonidos a manera de oraciones fervientes
o vehementes, válidas para disuadir la violencia de la naturaleza virgen y
poner a esta última al servicio de la subsistencia humana.
Entre
los hitos del recorrido –la vida, amor humano, palabras, libertad–belleza
versus muerte–, la poesía no puede detenerse, someterse al ritmo del tiempo que
nos destruye ni al cautiverio degradante del espacio que nos circunda. La
poesía siempre es otra cosa que no admite fórmulas invariables de comprensión o
entendimiento, sino una más franca entrega emocional que siga sus movimientos
fluidos, y un acompasamiento apasionado, en un acto mágico, siempre diferente,
que permita ir a cada instante, entonando pórticos y ventanas por donde
penetrar a una visión del mundo que si no es total, se aproxima más que
cualquier otro sendero para lograrlo.
A
este respecto, los lectores de poesía se quejan amargamente sobre la creciente
incomprensibilidad de los textos poéticos, en éste y otros siglos. En realidad,
no es fácil comprender el hecho de que algo que se de pronto, deje de verse
enseguida y reaparezca sorpresivamente siendo otra cosa dentro del mismo ámbito
que edifica (caso Neruda-Barnola).
De
este extenso recorrido, desde las otras voces y los otros ámbitos de Truman
Capote; desde el yo soy yo y mis circunstancias de Ortega y Gasset, y mi visión
de la poesía, como fenómeno de transitoriedad eterna y transfiguración
perpetua, queda alguna experiencia de humanización, como la que viví en Chile
durante mis veinte años de edad, cuando las calles de Santiago pugnaban por
devorarme, a fuerza de hambre, de soledad, de dispersiones grotescas en un
mundo de fieras, y el regocijo con que cierto día descubrí que me quedaban
fuerzas y disposición para el reencuentro con la realidad casi mística de la
inocencia y las afabilidades feéricas de las existencias jóvenes.
De
eso se están cumpliendo muchos años, pero como señalé al comienzo “el arte es
largo y además no importa”, según el verso magistral de Antonio Machado.
Maracaibo,
1 de marzo de 1999.
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