martes, 18 de marzo de 2014

La poesía siempre es otra cosa (1/3)

Por Hesnor Rivera



Muchos de ustedes reanudarán y otros comenzarán la apasionante carrera de las ciencias y las artes humanísticas, es decir, de las ciencias y las artes lanzadas a la compleja tarea de humanizar lo más posible el abigarrado espíritu de los hombres y las mujeres que pueblan el planeta. Una tarea que exige ingentes esfuerzos de comprensión, conducción y orientación, en unos casos, y en otros de íntima compenetración con los seres y las cosas. Tarea minuciosa si se toma en cuenta la infinita gama de variaciones que se establece de individuo a individuo, entre éstos y los objetos, entre los otros y uno mismo, todo ello a través de ese patrimonio fundamental del hombre que es la palabra.

Trabajo intrincado, de infinitas implicaciones. El verbo, lo primero, según la verdad bíblica, debe ser conducido al acto de enlazar las visiones del mundo, sus cambios de permanente dinamismo. Dentro de esa empresa, verdaderamente mágica, los sentidos mueven todos sus hilos de captación para tejer, con los materiales recogidos, la delicada tela respiratoria de la memoria, levantan al mismo tiempo la infinita escalera de la experiencia, vías para la razón, para los sentimientos y las emociones, para los arbitrios y para el fermento de la pasión donde cristalicen o se volaticen las auténticas verdades o las falsedades de mil y una apariencias.

El camino es largo. Para expresarlo con palabras del gran poeta Antonio Machado, refiriéndose a la Literatura en general, y en particular, a la poesía: “El arte es largo y además no importa”.

Con seguridad, hemos acumulado y seguiremos acumulando experiencias. Queremos mantenerlas inmóviles como puntos de referencia fijos, pero ellas se entremezclan y alcanzan ramificaciones y raíces que marcan nuestras existencias, creando la ilusión de la posesión de algo firme, quieto al menos, donde afincar imaginaciones, teorías.

En mi caso, esas marcas de las experiencias han dejado en mi vida sensaciones de angustia, cierta ansiedad por lograr la suma total en la que la razón y la memoria son algo así como superficies tatuadas con símbolos, cifras, signos, contraseñas para abrir todas las puertas detrás de las cuales los seres y las cosas, el hombre y el mundo material y el sagrado, ocultan sus esencias. Son tatuajes llenos de líneas abigarradas, pero inevitablemente muertas.

En mi relación de varias décadas con la gente –la familia, la sociedad, los pueblos y sus países–, ha habido casos cuya fluidez se mantiene viva, exigiéndome manifestarlos con palabras lo menos sujetas posible a fijaciones arbitrarias, dogmáticas o normativas, atentatorias contra la movilidad de la vida misma. Tal exigencia se refería a las vías de las artes, específicamente a las de la poesía. Lo demás, era la muerte, el estancamiento, el pantano de respiración imposible.

Algunos de esos casos atañen a mi lejana infancia. Son recuerdos, si se quiere, de segunda mano, sobre el nacimiento, los primeros pasos, las primeras palabras, los primeros dientes, etc., obtenidos gracias a confidencias nacidas del buen humor de mis padres y de otros parientes; relatos en los cuales se entrecruzaban con mi venida al mundo, elementos en apariencias tan dispares como el paso de una tempestad con truenos, relámpagos, una acacia en medio de la oscuridad de la noche, gritos de loros alarmados en los cerros cercanos, ruidos de agua corriendo sobre la arena de alguna cañada próxima. A mitad de la infancia, antes de los 7 años de edad, fue el comienzo de los hallazgos y los inventos propios. Como la admiración y el respeto que me inspiraba el capitán de los barcos, amigo de mis abuelos, que recorría en su nave todas las costas y los puertos del mundo. Se llamaba Vicente y era nativo de la isla donde nacieron mis antepasados, y al llegar a Maracaibo, se alojaba en la casa donde yo nací, en el barrio El Poniente de Los Haticos.

Llegaba siempre sonriente, cargado de regalos coloridos y extraños de la China; traía saltimbanquis hechos con maderas feroces y fragantes de la India, telas y frascos aromáticos traídos de los rincones del Mediterráneo, y dulces, muchos dulces comprados de isla en isla sobre el lomo del Mar Caribe.

Un día, Vicente llegó sin siquiera sonreír. Abrió su catre y se echó en él, como un árbol derribado de pronto por un golpe implacable. Desde aquel momento, el capitán comenzó a boquear, como buscando aire en la destartalada sala de mi casa. Mi familia y yo nos quedamos en vela, esperando lo peor.

El capitán agoniza. Murió al día siguiente, tras una contorsión final.

Mujeres y hombres de la familia, tejían y destejían comentarios, entre lágrimas. Yo, en un rincón de la casa, me preguntaba a mi mismo: ¿Por qué no dijo aunque fuera una sola palabra?, ¿Por qué no habló nada? En el fondo, tuve el infantil convencimiento de si Vicente hubiera dicho una sola palabra, habría vencido a la muerte. Si hubiera dicho cualquier cosa, sin duda, se habría salvado, la palabra le habría servido de consigna, de salvoconducto para el libre paso otra vez hacia la vida.

Demás está decir que ya yo reverenciaba la palabra. Había oído de mi abuelo analfabeto, las historias más increíbles, en los que mezclaban Caperucita y Tío Conejo con los Doces Pares de Francia. O los caballeros de la mesa redonda, con la Bella Durmiente y Tío Tigre. Como retribución, yo debía leer el periódico del día para él y para los vecinos que venían a escuchar las noticias.

Por otra parte, en esos mismos tiempos, encontré en un baúl de madera tallado en forma de animal misterioso, un álbum escrito e ilustrado por mi padre para mi madre. Él era, desde entonces, un buen poeta, y había llenado el grueso álbum con poemas suyos y de los poetas más populares en esta parte del continente, por los años 20 y la década de los 30: Rubén Darío, Udón Pérez, Juan de Dios Pesa, Julio Flores, Ismael E. Arciniegas, etc. En todos ellos, las palabras y el amor se inventaban mutuamente.

Paralelamente a esas marcas, se imprimían otras en mi joven espíritu, nacidas de los viajes internos y externos que, desde su quietud de objetos, promovían constantemente los libros.

Todos Uds., seguramente han vivido esas maravillosas aventuras, iniciadas con el recorrido de las páginas de un libro entre las manos, sobre un pupitre, sobre el césped, sobre la arena, en cualquier ventana de la casa o del espíritu. El permanente doble viaje a que nos inclinan los libros, pareciera haberle conferido a éstos todas las artes de la persuasión para hacernos penetrar en nosotros mismos, intercambiando y enhebrando sensaciones, conceptos, emociones e ideas, paseos estáticos entre multitud de soledades. La otra cara de ese doble viaje, es la de la movilización y el traslado que, en trenes, barcos, aviones, automóviles, etc, nos exigen la compañía inefable, familiar y al mismo tiempo extraña, de un libro en el que coincidan las ambivalencias de las realidades y las imaginaciones, de los cambios y las pausas que nos inducen, a cada paso, a cada instancia, a crear nuestro propio tiempo.

Para mí, duarnte esos viajes desarrollados entre latitudes tan distantes como las que median entre el “Don Quijote” de Cervantes y “En Busca del Tiempo Perdido” de Marcel Proust; entre “La Odisea” de Homero y “Ulises” de James Joyce, entre “El Asno de Oro” de Aouleyo y “El Castillo” de Franz Kafka; entre el “Libro del Buen Amor” del Arcipreste de Hita y “El Arco y La Lira” de Octavio Paz o “Residencia en la Tierra” de Pablo Neruda; entre el anónimo “Amadis de Gaula” y “Poemas Humanos” de César Vallejo, o “Cielo de Esmalte” de nuestro Ramos Sucre, o “Cien Años de Soledad” de García Márquez; en esos viajes hallé frases, sentencias, metáforas, normas y pasiones, citas dignas de ser grabadas en piedras o metales incorruptibles. Así como también, en los viajes físicos que emprendí entre latitudes igualmente distantes como las que separan a Maracaibo de Varsovia; a Santiago de Chile de Perú; a Düsseldorf de Caracas o Bogotá; Nueva York de Roma, encontré ya no citas, sino afectos y desgarramientos, ternuras y desasosiegos, hambres y júbilos, todos dignos de más de una palabra, de más de un verso dentro de esa caja de las mil maravillosas formas de visiones que es el poema.

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