sábado, 4 de enero de 2014

Las Ciudades Nativas (1976)



Prólogo
José Gregorio Rodríguez


Desde hace 25 años la poesía de Hesnor Rivera ha provocado siempre entre sus lectores un sentimiento unánime de reconocimiento, consecuencia de que Hesnor ha colocado siempre a la poesía por encima de todo. Surrealista ferviente cuando enarbola las banderas del grupo APOCALIPSIS, permanece siempre fiel a la poesía tomada en su sentido tradicional. Comprometido en la lucha contra la dictadura desde el primer momento, será siempre a través de la poesía como se compromete con la historia, porque es la poesía su único modo de expresión y su manera de vivir. no sorprende que tanto sus adversarios como sus incondicionales rompan lanzas en su defensa cuando su nombre o sus escritos queden involucrados en algo, y es porque Hesnor ignora la agresividad y su poesía trasciende bondad. Sus más violentos compromisos, vitales o intelectuales, toman siempre en él la dulzura y la inocencia de su poesía.

Una poesía que mantiene su constancia y genera una evolución también permanente. Armonía, fluidez y transparencia como canales en los que la comunicación poética se establece a la perfección: cada poema capta una luz tan pura que se transmite sin alterarse. Las relaciones fundamentales de la vida inmediata con el agua, el fuego, la luz y los vegetales; un espacio poblado de espejos que reflejan los sueños, una circulación fluida entre los elementos y los sentidos, componen un universo siempre nuevo y siempre idéntico a sí mismo. Cada poema reconcilia el mundo y el sueño.

Permitir que los sueños remonten la sangre y hagan cantar o llorar continuamente.

había dicho Hesnor en 1949, en el poema “Realidad” con el que arranca su primer poemario EN LA RED DE LOS ÉXODOS, publicado en 1963, la primera estrofa de esa “Realidad”:

No siempre suele empezar el tiempo por unas hojas húmedas y unas palabras recogidas en la soledad de un río inconstante.

abre la colección de sonetos de su última publicación NO SIEMPRE EL TIEMPO SIEMPRE (1975).

Ahora son LAS CIUDADES NATIVAS y también EN LA RED…encontramos el segundo poema que le sirve de apoyo: “Ciudad” de 1953:

Un lago en cuya superficie roja bailan reblandecidas de las naranjas abandonadas por los navegantes borrachos.

Pareciera que el poeta está regresando a la soledad de los años que siguen a una destrucción para ir acotando entre paréntesis lo que, al escapar el tiempo, se va convirtiendo en accidente, en circunstancia.

Los poemarios anteriores: PUERTO DE ESCALA (1965) y SUPERFICIE DEL ENIGMA (1968) estaban dominados por la arrogancia poética de un conquistador sin conquista, o al menos

la conquista del caos que organiza a su labor los sentidos,

o por la silueta altanera de un declamador enmascarado que dialoga en el desierto de un mundo de frustraciones con esa “multitud del pasado” que es la fascinación constante de su poesía.

¿Se trata de una relectura del universo, de un texto revelador de la contextura de lo real o es todavía una fabulosa narración que embriaga a golpes de imaginería, de fastuosidad y de ilusiones que combinan y entretejen ficciones y sueños?

¿Este eterno retorno –nueva forma acaso de evasión y de ilusiones– constituye un bello sueño de reemprender un camino donde todo sea legible, donde el “secreto seguro y deleitoso” se manifieste como la coincidencia milagrosa entre el deseo y la acción, la profecía y su cumplimiento, la naturaleza y el lenguaje, la moral del ser y la moral del hacer?

En LAS CIUDADES NATIVAS, Hesnor Rivera, multiplicando las más diversas visiones, introduce al lector en una epopeya de lo cotidiano; despoja al personaje heroico de su indumentaria libresca, de su aureola mitopatriótica, lo cubre con la piel viva de una humanidad dolida (capitán piel de mapa –pelambre de animal brumoso) y lo arropa con el calor de la vivencia en un movimiento épico y oratorio en el que el culto de lo sagrado y el mesianismo profético debaten entre surrealismo y sobrehumanismo. El poeta como un conquistador reúne el espacio y el pasado de la ciudad, reconcilia al extraño y al indígena, lo particular y lo universal. En lugar de volverse exclusivamente al pasado, como pudiera hacerlo creer un vocabulario a veces arqueológico, Hesnor se apoya en el lenguaje de las ciencias modernas, y es el lirismo propio de la modernidad lo que le inspira pasajes vibrantes de la conquista, pasajes en donde vive el libro y, junto a él, la pasión del poeta por la naturaleza, por el conocimiento de la naturaleza, por la conciencia del conocimiento, por el lenguaje de la conciencia y por la importancia del lenguaje.

La soledad, la amargura y la decepción, siempre presentes y expresadas con fuerza, equilibran imágenes de grandeza donde el hastío se suaviza con la fe en los hombres. Siempre evoca la tierra natal, como lejana y próxima a la vez, donde la infancia del mito y el mito de la infancia constituyen el humus de esa tierra, restituyéndonos a un reino del que hemos estado excluidos porque hemos olvidado su misterio y fascinación.

Y es ese misterio y fascinación del universo poético el que nos descubre fascinante y misteriosamente a través del lenguaje. En el juego de estructuras formales, los encadenamientos de términos por su homofonía, los metagramas (paso de una palabra a otra por sustitución de una consonante), las aliteraciones, las figuras etimológicas, versos enteros que constituyen el desarrollo de la modulación de un simple sonido, el juego fonético que coincide con el desarrollo del sentido, provoca armonías que se renuevan constantemente y que evocan siempre la organización dentro del caos. Es como un oleaje de sonoridades sobre el que se superpone una organización compleja de la frase, de la página y del poema todo. las oraciones se encadenan en una progresión que desencaja el formalismo y llegan a adoptar posturas que marginan el paroxismo. La repetición juega un papel esencial: algunos leit-motiv que pertenecen a un poema determinado. A un fragmento preciso dentro de un poema, se repiten a lo largo de un movimiento y llegan a convertirse en el tema de un nuevo poemario o de una nueva visión. En otras ocasiones los movimientos se unen entre sí, hasta el punto de que la idea misma de un fragmento llega a ser finalmente inconcebible. La secuencia de repeticiones y de modulación confiere movimiento a todas las formas que ensaya: sus sonetos son variaciones del versolibrismo que venía siendo su característica. Rumor incesante de un oleaje que parece superponerse infatigablemente, en donde hay, como en las mareas, altibajos, flujo y reflujo.

LAS CIUDADES NATIVAS constituye, podría decirse, una gran fiesta de sonoridades y coloraciones; podría hablarse incluso de una epopeya sin héroes, ni narración, ni mitos de nacimiento de un pueblo, pero en la que multiplican referencias que remiten a la gran epopeya no escrita de la conquista, donde las figuras de Alonso de Ojeda y Ambrosio Alfinger se dibujan a través de las imágenes del poeta en na equivalencia triunfal entre el mundo evocado y el lenguaje invocado. Por una parte Hesnor no cesa de escrutar la realidad de este mundo, y por otra no cesa de evocar los elementos de la escritura y de la voz, la textura misma de las palabras y del mensaje. Una suerte de inventario minucioso de su pasado y del pasado de su ciudad junto al trabajo de un verdadero lingüista que elabora su propia lengua haciendo del lenguaje el objeto mismo de su poesía. Idéntico movimiento que canta el mundo y el poema y que los reúne.


La encrucijada edípica de EN LA RED DE LOS ÉXODOS, la Ítaca tropical de PUERTO DE ESCALA, vistas a través de los sueños de la infancia¨; la desesperanza cantada en las SUPERFICIE DEL ENIGMA, y la fatigante labor fabricadora de NO SIEMPRE EL TIEMPO SIEMPRE, desemboca en LAS CIUDADES NATIVAS, en la embriaguez de un provenir casi angustiado y exhausto que llena con nostalgia el vacío de un sueño, que muerde con protesta la esperanza de una reconciliación con las grandes fuerzas de un mundo en donde la poesía nostálgica quedará unida a los temas de la conquista y del progreso.


Las ciudades nativas


            Todavía los árboles y el aire.
La techumbre hasta entonces vegetal
de los barrios sueltos como animales
mansos entre ardientes xerófilas
–entre nidos de serpientes aladas
y mosquitos más finos que las hebras
de tejer las heridas del terror persistente.
Todavía el primer mundo entrevisto
estaba negro como las ruinas
de aquellas otras ruinas
de una ciudad recién quemada
por el fuego que se empolla y empluma
entre las piedras crepitantes del lago.

            El primer mundo chapoteaba cautivo
en las fibras minerales del parto
que enlutó con esplendor las fuerzas
de los ámbitos nuevos.
Los seres descolgados intactos
de las tablas más delgadas del tiempo
vieron caer del fondo de la tierra
–sobre la yuca y el maíz bordados
con los pelos del sol fijo en su sitio–
el chorro de la gracia sombría. Las lluvias
de petróleo que instalaron la noche
entre cielo de verdad y el cielo
amarrado por las patas y el cuello
al plato de la soledad en la casa.

            Bajo el cuero de las selvas hervían
los relámpagos (el baño fabricado
con óxidos funcionaba en el centro
de las hierbas con pezuñas altísimas).
Los lirios cavernarios hervían
desovados por docenas sus bulbos
olorosos a venenos y a fiebres
(la cocina pintada con el polen
Dicotiledóneo de las bestias flotantes
Guisaba mariposas de peltre).

            Bajo la hermosa descomposición de los reinos
sobre cimientos de fulgores errantes
nacía la ciudad moribunda. La ciudad
que amamanta con las ruedas del hambre
la fortaleza posesiva del siglo.
Nacían las ciudades nativas –las puertas
y las calles de salir al vacío
brotaban de la nada del bosque.
Se esponjaba el caos. Sus feroces costumbres
invitaban a vivir tenazmente
y a morir con tenacidad muy adentro
de la pasión que engulle a grandes trozos
la entraña misma de sus círculos –el círculo
vicioso de la muerte continua.

            Lejos –afuera de los embrujamientos
encandilados como conejos lívidos
por los latidos de la memoria a solas.
Más allá de la zona donde se libraban
alucinantes guerras entre el gas y los pájaros
el hombre nadaba enamorado más
que nunca del espacio y del vértigo.

            La velocidad bajaba y ascendía
como un astro sin timón por el viento
–expandía en imágenes de impacto
su perfume llameante y engordaba
por el dorso el filo de sus armas
de piel hecha con alcoholes nevados.

            Afuera –alrededor el hombre se agrupaba
en zonas de migración contrapuesta.

            La soledad paseaba por encima
sus fardos de arcángeles envueltos
en membranas de mecates y alambres.
Los paseaba muy bajo vertiginosamente
para confundir hasta en ponerles máscaras
de lujosas comarcas a los ciclos del tiempo
–al mecanismo de los rayos en celo
Que regulaban a control remoto
La historia de las multitudes más íngrimas.

            Desde entonces ocurre que el círculo
es cuadrado como la canción de un ciego
–como el ojo del perro cuando anuncia
Las apariciones de las ánimas solas.
Como un taburete. Como el olor del ajo
y el alcanfor que envuelve en los baúles
las pertenencias de los antepasados.

            Desde entonces ocurre que primero
entra un camello por el ojo de un rico
que los que trabajan por el ojo del cielo.
Que primero entra por el reino una máquina
que un solitario por el ojo del reino.

            Lo demás era no obstante y otra vez el círculo.
El comienzo de un fin previo al comienzo
de otro fin antepuesto
al comienzo de algún largo pasado.
Era la cola de color de la infancia
mordiéndose en la sombra el plumaje
multiplicado de las necesidades
sin fondo de la vida en familia.

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