Por Ignacio de la Cruz
Dos argumentos se esgrimen principalmente contra
Apocalipsis. Uno pudiera encerrarse en la pregunta siguiente: ¿Son versos
éstos? Otro subraya lo absurdo: “¡Pero qué de disparates!” Aquel tiende a
aplicar a la poesía del grupo las formaletas de la Preceptiva Literaria de hace
un siglo; éste pide explicaciones, interpretaciones.
Para unos, para los “preceptistas” Apocalipsis
no realiza poesía alguna. Tal vez, mala prosa. Para los últimos –para los que
analizan por medio del diccionario, sin vuelo de la fantasía y la sensibilidad–
el grupo produce una poesía tan enmarañada que resulta ininteligible “para las
personas más o menos cultas”, y explicable sólo a su autor.
Uno y otro argumento, no obstante su reciente
aparición en nuestro medio, son tan antiguos como la poesía misma. Cuando
Boscán[i]
introdujo el endecasílabo en el castellano, el público literario de entonces,
el del siglo XVI, se desconcertó: “si era prosa o si era verso”. Y Boscán, en
polémica y en alusión maliciosa al octosílabo, replicaba: “¿Quién ha de
responder a hombres que no se mueven sino al son de los consonantes? ¿Y quién
se ha de poner en pláticas con gente que no sabe qué cosa es verso, sino aquel
que calzado y vestido con el consonante, os entra de golpe por un oído y os
sale por el otro?”
Más tarde volverá a repetirse y otra vez tal
argumento. Incluso contra Darío, según lo recordará Dámaso Alonso en discurso
que pronunciase en la Real Academia Española, con motivo de la recepción de
Vicente Aleixandre como académico de la lengua.
Por el siglo XVII, Faría de Sousa, con
referencia a unos versos de Lope, pero en disparo contra Góngora, pregunta,
casi con las mismas palabras que se dicen contra Apocalipsis, lo siguiente: “…
a la sombra de juicios claros, libres de cataratas, ¿qué bueno, por vida mía,
está el poeta de que se dice ha menester ser adivinado y no entendido?”.
Sin embargo, un académico como don José María
del Cosío –en “Poesía Española– Notas de Asedio”–, llega, al comentar esa
posición de Faría de Sousa, a una conclusión distinta: el poeta ha de ser más
que entendido, adivinado. Es más, considera que su aseveración pudiera tenerse
por aforisma.
Como se ve, los dos argumentos principales que
se dan contra Apocalipsis se han venido produciendo en cada instante en
que ha surgido un movimiento de
renovación en la literatura.
No existen, pues, argumentos nuevos, sino apego
a las formas del modernismo, del parnaso, del romanticismo; corrientes
literarias que, para darse y desarrollarse, debieron, a su vez, romper los
moldes que las precedieron. Apego y regusto por el verso que, como decía
Boscán, “os entra por un oído y os sale por el otro”; y un querer someter, por
esa misma razón, la poesía de Apocalipsis a una lógica de la que se escapa. De
allí el sobresalto, el desconcierto.
La poesía de apocalipsis se levanta, sin que se
ubique en una y otra tendencia, en la experiencia poética del vanguardismo y
del superrealismo, dos movimientos con ya más de treinta años de existencia. El
primero se reflejó en Venezuela en el 28 –de ese año datan los “Poemas de la
Musa Libre” de Ismael Urdaneta-, y el segundo, con el grupo “Viernes”, en el
36.
Treinta años, por lo menos, de estas innovaciones,
de estas experiencias. Y sin embargo, no es sino ahora, hoy, hace un año
–Apocalipsis comenzó a publicar en noviembre del año pasado– cuando las discute
en Maracaibo.
EL MATIZ DE LA AURORA
Nadie se escandaliza cuando una persona, al calificar las
cualidades de otra, afirma que tiene “corazón de oro”, o el “corazón en la
mano”, acepciones que, tomadas en su sentido directo, pudieran resultarnos
disparatadas, absurdas. Sin embargo, un buen amigo se asustaba de un verso de
César David Rincón:
…Desde tu corazón de
líquenes descienden
las savias de las aguas
que te pueblan…
Le molestaba el “corazón de líquenes” de la
muchacha de Rincón. Pero ¿qué hay de extraño en esta imagen que no lo sea
también en “corazón de oro”? Nada. Absolutamente nada. Desde el punto de vista
de la Preceptiva ambas son idéntica cosa: en una y otra se compara
directamente, sin nexo, alguno, por un proceso de identificación, y ofrecen,
hasta una misma construcción gramatical. ¿Dónde entonces la objeción?. En un
hecho simple, que arranca también del gusto deformado: en la necesidad de
encontrar, en el lugar de los líquenes, un vocablo diferente y, por eso así
decirlo, “preciosista”. El peso de semejante lastre no le permitió captar la
asociación distinta, nueva y superior.
De la aurora se ha dicho que es rosa, violeta,
malva: términos todos de uso común y corriente. Rincón, usando el mismo matiz,
logra una imagen sorprendente, de una altura insospechada, con sólo introducir
un agente activo:
…la huella
de una malva incendia
las
nieblas moribundas…
el color, como se ve, es el que comúnmente se
acepta. Pero de lo puramente estático se salta a lo dinámico. El color se
mueve, se desplaza, hasta dibujar la aurora. Hermosa y limpia y fresca imagen,
trabajada con los mismos elementos de color que todos usan. Lo corriente, por
este sólo cambio, adquiere así una alta categoría poética. En ese salto o
traspaso de la realidad consiste precisamente la poesía.
LA SERPIENTE EMPLUMADA
El mito de la serpiente es
universal. Ha simbolizado el mal, como en la Biblia; o la salud, con Higia y
Esculapio; o la sabiduría y el comercio caduceo de Mercurio; o la paz, o la
fertilidad, o la castidad, o la omnipotencia, etc. O la fuente de la vida, o la creación misma
en el Popol Vuh:
– Y como dijeron los progenitores, los Creadores, los
Formadores, que se llaman Tepeu y Gucumatz: “Ha llegado el tiempo del amanecer,
de que termine la obra y que aparezcan los que nos han de sustentar y nutrir,
los hijos esclarecidos, los vasallos civilizados, que aparezca la humanidad,
sobre la superficie de la tierra”. Así dijeron.
Gucumatz es Quetzalcoalt, la
serpiente emplumada. El mito donde se unen –según la frase de Picón Salas– lo
más alado y lo más pedestre.
De allí, de todos esos símbolos, sus
cultos diferentes, que en el África, entre los bugandas, dispone de sacerdotes
y de médiums para el pitón, al que se guarda en un templo y se le alimenta
–hecho que subrayo– con leche de mujer; y donde el médium, poseído por el dios,
emite oráculo que interpreta el sacerdote.
El mito de la culebra. En la
religión antigua, en el baile folklórico de Barlovento y en las consejas. En
aquellas consejas de mi niñez campesina, que casi había olvidado y que volví a
recoger en otros caminos y desde unos versos. Qué peligro el de las mujeres
recién dadas a luz, durante el sueño. Porque hasta ellas podía llegarse una
culebra venenosa o inofensiva, y beberles la leche de los senos; mientras –otra
vez salta aquí uno de los atributos del mito– su cola entretenía, a su manera
de biberón, al niño recién nacido para que no llorase, para que con su llanto
no volviesen el hombre y la mujer a la vigilia, al vigilar… que del sueño se
alimenta precisamente el mito.
Qué cercana esa fábula al culto de
los bugandas, donde a las serpientes se les alimenta con leche de mujer. Qué
extraña, entre sus diferencias, esta semejanza.
El mito de la culebra, la conseja
que casi había olvidado, me salió al encuentro, de pronto, desde unos versos de
Régulo Villegas, quien como yo también tuvo una niñez campesina. Yo, en
Guanacaste, en Costa Rica; él, en Sucre, en Venezuela. Y sin embrago…
Yo nada invento.
Repito una lección
aprendida
cuando las culebras
amamantaban
a los hijos de las
campesinas
De pronto, y sin saber por qué,
pienso también en Rómulo y en Remo y en la loba, en un como hacer de golpe en
la primera luz. Y es que, como el sacerdote de los bugandas, Villegas,
interpretó sin proponérselo –por esa tensión a que obliga el acto creador, en
el que las palabras y las cosas de tan tensas estalla lo mágico– el oráculo que
venía, con su clave indescifrable, a flor de piel en el subconsciente
colectivo. No, nada inventa. Por eso puede amar a Enóe desde siempre. A Enóe,
que comía hojas de cebolla y decapitó un gallo que erizaba. Puede amarla,
buscarla, sentirla desde el Paraíso, desde la primera pareja humana… En un
amarla, buscarla y sentirla de un modo alucinante en todo, hasta en los hornos
crematorios y ¡la nada! Y preguntar aún, allí contra esos muros, por su voz
perdida y ya distante:
…¿Adónde iría su lengua
pecadora
en busca de los
fragantes malabares?
LOS VITRALES DEL ALBA
Clara, me imagino, es pues la posición de Apocalipsis en las
letras zulianas. No nace –lo hemos visto– de un deseo pedante de exhibición,
sino de un propósito sincero y cierto de renovación de la poesía regional, como
un día la renovaron el romanticismo, Ariel y Seremos, grupo que se levantó para
retorcerle el cuello al cisne, para dejar el primer jalón de un camino que no
prosiguió.
Surge para fijar su huella con
signos nuevos, distintos de cuantos le han precedido en la literatura regional,
y dueño –no sé si lo he probado– de una poesía, que bien pudiera definir Hesnor
rivera con esa voz tan suya y mágica:
He aquí la historia de
la zona que se desconoce.
La zona donde el agua es
de fuego. Donde
el amor se bebe como un
vaso de perdidos relámpagos.
Panorama, 29 de noviembre de 1956
[i] Juan
Boscán Almogávar (o Joan Boscà i
Almogàver) (Barcelona, 1492 - Perpiñán,
1542),
poeta y traductor español del Siglo de Oro. Boscán, que había cultivado con
anterioridad la conceptuosa y cortesana lírica cancioneril, introdujo el verso endecasílabo
y las estrofas italianas (soneto, octava real,
terceto encadenado, canción
en estancias),
así como el poema en endecasílabos blancos y los motivos y estructuras del Petrarquismo
en la poesía castellana.
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