sábado, 8 de febrero de 2014

Entre el amor y el hastío. Aproximaciones a la poesía de Miyó Vestrini

Hoy, Persistencia del Alucinado, dedica un espacio a Miyó Vestrini, pieza clave dentro del Grupo Apocalipsis (1956-1958) y gran amiga del poeta Hesnor Rivera.

También sobre Miyó Vestrini puede encontrarse este hermoso trabajo de Marisela Díaz para la Biblioteca Biográfica Venezolana de El Nacional.


Por Alberto Quero

I.- ENTRE EL AMOR Y EL HASTÍO

Suele decirse que el asombro es lo que da origen a la poesía. El caso de Miyó Vestrini (1938-1991) (seudónimo de Marie José Fauvelles, poetisa venezolana de origen francés) no parece ser distinto. Sin embargo, hay en ella una vertiente más, un cause ausente en muchos poetas. En la poesía de Miyó,  el asombro luego desaparece y da paso a lo reiterado. Lo que queda es, entonces lo habitual. No hay más residuo que lo cotidiano, que es el temblor mismo. Tanto así que ni siquiera sorprende ni desconcierta, ni siquiera más allá de su propia esencia. Justamente ha dicho Patricia Guzmán que la poetisa “le echó mano a lo real sin titubeos y sin miedo a dejar la piel y oler a carne quemada en medio del proceso”. Sin embargo, la poetisa trae a la superficie algo más atroz, más violento: y es que, si bien En la breve pero excelente obra poética de Miyó Vestrini todo se decanta, todo fluye hacia un abismo, como una cascada. No se trata solamente de lo que Julio Miranda definió como

“una poesía que se quiso -y fue- totalizante, englobando existencia, literatura y política”.

Lo que uno se encuentra es, fundamentalmente, la lúcida conciencia del precipicio cercano. Tal vez lo más importante sea esa como continua sustitución, una sustitución lenta pero profunda de todas las cosas. Acaso lo primero que se reemplaza sea Marie Jose Fauvelles, la misma que se convierte en Miyó Vestrini. Y, naturalmente, con la misma mirada recorre el tema de lo femenino, el del pasado y los recuerdos, o el de la lucha política y social

La primera mutación en la escritura es justamente la de la palabra en sí misma, el de los artificios del lenguaje. Es fácil notar cómo el tono de los versos nunca pierde intensidad pero se hace cada vez más desenfadado. Desde las metáforas audaces –y que, para que la justicia sea servida, hay que admitir que en más de una ocasión caen en el mero cliché poético- de Las historias de Giovanna hasta el carácter francamente coloquial de Valiente ciudadano, el discurso –y el decurso- se cargan de una ironía a la vez furiosa y resignada.. Así, de la romántica gesta de Giovanna, cuyo martirio es idealizado y sublimado, pasamos al sarcasmo puro, la expresión desatada que hay en sus libros posteriores.

Pero Miyó cuenta un reemplazo aún más terrible: la inexorable conversión del amor en rutina, de la rabia en costumbre, de la vida en muerte. Al principio la poetisa nota cómo tal tránsito le  provoca un amplio abanico de sensaciones: rabia, indignación, miedo... o una combinación de todas, ese no es el punto. Lo verdaderamente demoledor es que jamás produce asombro. La cotidianidad va siendo asumida, poco a poco, como algo ineluctable.

II.- LOS LIBROS Y LAS PALABRAS

Hablemos primero de Las historias de Giovanna (1971) ¿Cuánto de Miyó hay en Giovanna? Aunque no se sabe con precisión, se adivina que entre ambas los bordes son tremendamente difusos: mucho debe haber de recuerdo, como mucho debe haber de invento puro y mucho más de idealización. Como quiera que sea, el tema del yo poético desdoblado no es lo que más interesa aquí. Lo que es realmente trascendente es que ya en este texto va apareciendo la principal línea poética que trabajará la poetisa:

“Creíamos que la costumbre de recordarlo todo / era razón suficiente / para no hacer sino lo indispensable” (29)

La primera persona del plural desconcierta: es imposible siquiera aventurar a quiénes se refiere; pero el personaje queda definido, como también queda definido el itinerario que la mujer que habla –sea Giovanna o Miyó- transitará con posterioridad. Por ejemplo: “Dirán entonces que Giovanna no tiene / nostalgia” (42) Tampoco se sabe quiénes notarán la carencia de nostalgia de la protagonista, y ello no es problema: lo demoledor es que alguien lo dirá y que todos –Giovanna, Miyó, nosotros cuantos somos simultáneamente lectores y espectadores- lo sabemos

Lamentablemente, debemos repetirlo, buena parte del argumento de estos poemas no excede al lugar común. Los personajes sórdidos, que llevan una vida “bohemia” en ciudades europeas son, además de poco creíbles, nulo aporte para la grandeza de un libro. Así, el hecho de que Giovanna diga “ragazzo triste come me, ieri ti ho visto al bar” (29) nada le añade al poema. Nada nuevo propone el hecho de que alguien le suplique a la protagonista las palabras siguientes:

 “Si al menos, Giovanna, supieras mi nombre / y entraras a comprar cigarrillos en este bar” (38)

Lo que hace a Giovanna interesante no es que en muchos puntos se adose al manoseado arquetipo de la wild child, sino la coherencia con que se hila su pensamiento. Afortunadamente, esta tendencia fue desapareciendo en los textos sucesivos: la poetisa se dio cuenta de que era imprescindible sacrificar en el ara de la honestidad algunas repeticiones triviales.

La llegada de El invierno próximo (1975), Miyó plantea una poesía más fresca pero más fuerte, una poesía franca y lisa pero al tiempo sólida y vehemente. Parte de esa evolución es la liberación de la expresión, la emancipación del lenguaje. O lo que es lo mismo, un rescate de esa vitalidad primigenia, de esa potencia que acaso andaba perdida en fingimientos que, por habituales, rayan en lo excesivo y en lo tibio. Ahora ella se atreve a soltar que:

“Descubro que todas mis amigas tratadas por psicoanalistas se han vuelto totalmente tristes, totalmente bobas / me leen el oráculo chino y me predicen larga vida/ vida de mierda digo” (65)

Pero lo más importante es que se presenta una poesía que si bien continúa el recorrido que se había esbozado en el poemario anterior, comienza a adquirir un aire más franco y personal, un aire más cercano que ya no abandonará jamás. Es más, tan importante es este libro, y el poema que acabamos de citar –el XII- que ha dicho Patricia Guzmán que

“De ese poema, de ese río, parecen partir todas las rutas, todas las aguas, de la poesía venezolana escrita por mujeres (...) en las últimas dos décadas”.

Es probable que tal herencia sea cierta. Uno de los aspectos clave de este poemario es que por primera vez el yo poético se asume con plena conciencia y libertad. No por otro motivo estos versos trasuntan honestidad y franqueza. Una franqueza tan llana que sin duda proviene de la honda vitalidad de la autora, que se refleja interminablemente en sus textos:

Escucha cómo paso de largo / y todo se hace tan frágil, / tan triste (67)

Por lo mismo, no es discordante el hecho de que uno de los signos de este libro sea el de la paradoja, el de la aparente contradicción: el título habla del invierno y ello nos remite a lo paralizado, a lo que queda aterido e inmóvil. Pero el aliento poético sugiere algo bastante diferente:

“No hay cielo / ni lluvia / por los alrededores / solamente / un calor / que se hace / grave / y duro / en mí” (70)

Y si bien ese impulso proviene de otra “temperatura”, lo que cuenta es que el signo de ambas es igual: extremo. Frío o calor, es igual: el problema subsiste en la entraña de la existencia no en la periferia. Helado o candente, la clave está en que el estremecimiento íntimo. Y lo que es más: ese estremecimiento se ha hecho continuo, se ha transformado en un escalofrío que, a fuerza de repeticiones, se vuelve casi soportable.

“Descubro enigmas que terminarán en un instante / cuando todo esto / no sea más que un hábito” (68)

 Aunque en algún lugar se haya colado la palabra “asombro”, es evidente que se trata puede uno zafarse del miedo, semejante proceso es capaz de eliminar también la maravilla y el misterio.

La misma línea continúa en “Pocas virtudes” (1986) El lenguaje, su tono y su candidez sorprenden otra vez, aún más que antes. Directo e irrevocable hasta casi el desenfado, ese matiz se ha instalado definitivamente:

Y es la misma hora / la de hoy / la que vendrá todos los días / la que me jode. (91)

No es raro que Alfredo Chacón haya dicho que “la de este libro es palabra visceral y a un tiempo distanciada, capaz de sostener su impulso como un residuo oscilante que no cesa su vaivén (...)” (1986,1999:10) Sin embargo, lo más importante es el sustrato poético. La misma cercanía que se abrió en el libro anterior, avanza en éste. El yo de la poetisa está consolidado; ella se ha apropiado de él, lo ha hecho suyo, ha sentido que le pertenece. Por primera vez los poemas tienen un título, no ya un mero número romano como en “El invierno...” o ni siquiera eso, como en “Giovanna”, que es una oleada de poemas sin más identificación que ellos mismos. Se renueva el mismo tema, reaparece la obsesión. La repetición del miedo, lo reiterativo de la angustia, es lo que da la clave, es la misma cifra que antecedió y que ahora renace.

“Perdida pero obstinada /(...) / siempre con el frío de la / noche anterior, siempre el mismo” (79)

El mismo Chacón ubica estos textos y a su autora “entre el horror normalizado de la vida y el necesario origen de su voz”. La angustia habitual, ya lo decíamos, será una de las marcas constantes que esta poesía no abandonará jamás. Otra de esas líneas temáticas constantes la encontramos nuevamente consolidada, esa especie de parsimonia vital que ha olvidado sorprenderse ante el miedo y que ha aprendido a resignarse ante las carencias

“No hubo soledad / ni rigurosos ejercicios para / olvidar / olvidar a los miserables / ajenos / al amor / amor” (83)

En los póstumos Valiente Ciudadano (1994) y Órdenes al corazón (1997) todos los grandes grupos temáticos aparecen plenamente consolidados y maduros. Lo mismo ocurre con la forma de la expresión. El discurso es exactamente el mismo, sólo que ahora está más estudiado y trabajado; no hay nuevas exploraciones temáticas sino una profundización en los caminos que hasta entonces se habían transitado.

“Pero la lluvia no pone fin / a ese eterno y aburrido cielo azul” (124) “Pero el goce es el horror del sueño: / dormir va a ser para siempre” (126)

Pero, pero... Otra vez se complementan los niveles. Forma y contenido, se interconectan y se revelan imbricados mutuamente uno en el otro. Obviamente no se trata de la mera frecuencia de una conjunción adversativa: el drama es justamente la contrariedad interna que su presencia comporta. Nada redime, nada es suficiente. Acerca de Órdenes... ha dicho Blanca Strepponi que

“este libro es una voz muy cercana al inconsciente que la convoca, una y otra vez, los sentimientos primarios: placer, dolor, muerte, culpa y miedo. Una y otra vez esa voz establece profundos lazos literarios, entre uno y otro texto, entre los personajes, sus silencios y sus recuerdos”

En estos libros, una vez más, las sustituciones son inevitables, la decadencia es irremediable. En algún momento anterior Miyó se preguntó en qué consiste ser Animal de ocasión. Y hasta ahora, parece que nadie lo sabe, o nadie lo quiere saber. Porque, si Sánchez Peláez hablaba de un “animal de costumbre”, él parece hallar alguna justificación: acaso en la propia confesión de lo rutinario, acaso en la redención por sorpresa, poco importa porque algo hay. Como quiera que sea,  Miyó nos cuestiona y nos deja a la intemperie ante la tranquila pérdida, ante la desaparición sin temblor.

De poco sirve hablar del transcurso del tiempo, el cambio de la vida, las interminables permutaciones que ella ofrece. Después de todo, como dice en Pocas virtudes “ya no es necesario inventar nada / salvo esta terca soledad” (111) ¿Es un lamento? ¿Es una forma de tranquilidad? ¿Es una forma de anestesia? Acaso ella misma lo ignore.

Por eso Miyó evita perder el tiempo con perogrulladas inútiles. Poco le interesa lo sabido, la moneda de uso continuo. Lo que ella traza, lo que pone a la vista de todos no es el fluir en si mismo, que se le antoja refugio para tontos; más que el itinerario del viaje, le preocupa el destino, la llegada. Basta pensar en que, como Giovanna –y con Giovanna, y desde Giovanna- estamos frente a un

 “sueño descomunal de una infancia / que va y viene / como pájaro de mal agüero” (21).

O, como ha escrito Garmendia, “El corazón no pasaba de ser un alfiletero de peluche donde se clavaban sin sacar sangre los pedacitos de una niña que a veces lloraba por nada, ya que aún ignoraba cuáles iban a ser los veredictos sobre ella.” Y es casi seguro que nadie quiere recordar que se sueña, mucho menos despertar del sueño, sobre todo si el corazón está desgarrado y acuchillado.

Es inevitable que esa agonía y ese desencanto toque la fibra más honda: la minuciosa desesperación interroga, estremece, funciona como recuerdo o aviso de las dudas existenciales que cualquiera conoce pero pocos, por cobardía, se atreven a enfrentar. Porque Miyó le recuerda al lector que nadie sabe cómo recuperar la inocencia. O, lo que es lo mismo, que nadie se despeña dos veces por la misma cascada.


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