Hoy, Persistencia del Alucinado, dedica un espacio a Miyó Vestrini, pieza clave dentro del Grupo Apocalipsis (1956-1958) y gran amiga del poeta Hesnor Rivera.
También sobre Miyó Vestrini puede encontrarse este hermoso trabajo de Marisela Díaz para la Biblioteca Biográfica Venezolana de El Nacional. |
Por Alberto Quero
I.- ENTRE EL AMOR Y EL
HASTÍO
Suele decirse que
el asombro es lo que da origen a la poesía. El caso de Miyó Vestrini
(1938-1991) (seudónimo de Marie José Fauvelles, poetisa venezolana de origen
francés) no parece ser distinto. Sin embargo, hay en ella una vertiente más, un
cause ausente en muchos poetas. En la poesía de Miyó, el asombro luego desaparece y da paso a lo
reiterado. Lo que queda es, entonces lo habitual. No hay más residuo que lo
cotidiano, que es el temblor mismo. Tanto así que ni siquiera sorprende ni
desconcierta, ni siquiera más allá de su propia esencia. Justamente ha dicho
Patricia Guzmán que la poetisa “le echó mano a lo real sin titubeos y
sin miedo a dejar la piel y oler a carne quemada en medio del proceso”. Sin
embargo, la poetisa trae a la superficie algo más atroz, más violento: y es
que, si bien En la breve pero excelente obra poética de Miyó Vestrini todo se
decanta, todo fluye hacia un abismo, como una cascada. No se trata solamente de
lo que Julio Miranda definió como
“una poesía que
se quiso -y fue- totalizante, englobando existencia, literatura y política”.
Lo que uno se
encuentra es, fundamentalmente, la lúcida conciencia del precipicio cercano.
Tal vez lo más importante sea esa como continua sustitución, una sustitución
lenta pero profunda de todas las cosas. Acaso lo primero que se reemplaza sea
Marie Jose Fauvelles, la misma que se convierte en Miyó Vestrini. Y,
naturalmente, con la misma mirada recorre el tema de lo femenino, el del pasado
y los recuerdos, o el de la lucha política y social
La primera
mutación en la escritura es justamente la de la palabra en sí misma, el de los
artificios del lenguaje. Es fácil notar cómo el tono de los versos nunca pierde
intensidad pero se hace cada vez más desenfadado. Desde las metáforas audaces
–y que, para que la justicia sea servida, hay que admitir que en más de una
ocasión caen en el mero cliché poético- de Las historias de Giovanna
hasta el carácter francamente coloquial de Valiente ciudadano, el
discurso –y el decurso- se cargan de una ironía a la vez furiosa y resignada..
Así, de la romántica gesta de Giovanna, cuyo martirio es idealizado y
sublimado, pasamos al sarcasmo puro, la expresión desatada que hay en sus
libros posteriores.
Pero Miyó cuenta
un reemplazo aún más terrible: la inexorable conversión del amor en rutina, de
la rabia en costumbre, de la vida en muerte. Al principio la poetisa nota cómo
tal tránsito le provoca un amplio
abanico de sensaciones: rabia, indignación, miedo... o una combinación de
todas, ese no es el punto. Lo verdaderamente demoledor es que jamás produce
asombro. La cotidianidad va siendo asumida, poco a poco, como algo ineluctable.
II.- LOS LIBROS Y
LAS PALABRAS
Hablemos primero
de Las historias de Giovanna (1971) ¿Cuánto de Miyó hay en Giovanna?
Aunque no se sabe con precisión, se adivina que entre ambas los bordes son
tremendamente difusos: mucho debe haber de recuerdo, como mucho debe haber de
invento puro y mucho más de idealización. Como quiera que sea, el tema del yo
poético desdoblado no es lo que más interesa aquí. Lo que es realmente
trascendente es que ya en este texto va apareciendo la principal línea poética
que trabajará la poetisa:
“Creíamos que la costumbre
de recordarlo todo / era razón suficiente / para no hacer sino lo
indispensable” (29)
La primera
persona del plural desconcierta: es imposible siquiera aventurar a quiénes se
refiere; pero el personaje queda definido, como también queda definido el
itinerario que la mujer que habla –sea Giovanna o Miyó- transitará con
posterioridad. Por ejemplo: “Dirán entonces que Giovanna no tiene /
nostalgia” (42) Tampoco se sabe quiénes notarán la carencia de
nostalgia de la protagonista, y ello no es problema: lo demoledor es que
alguien lo dirá y que todos –Giovanna, Miyó, nosotros cuantos somos
simultáneamente lectores y espectadores- lo sabemos
Lamentablemente,
debemos repetirlo, buena parte del argumento de estos poemas no excede al lugar
común. Los personajes sórdidos, que llevan una vida “bohemia” en ciudades
europeas son, además de poco creíbles, nulo aporte para la grandeza de un
libro. Así, el hecho de que Giovanna diga “ragazzo triste come me, ieri ti ho visto al bar” (29) nada le añade al
poema. Nada nuevo propone el hecho de que alguien le suplique a la protagonista
las palabras siguientes:
“Si al menos, Giovanna, supieras mi nombre / y
entraras a comprar cigarrillos en este bar” (38)
Lo que hace a
Giovanna interesante no es que en muchos puntos se adose al manoseado arquetipo
de la wild child, sino la coherencia
con que se hila su pensamiento. Afortunadamente, esta tendencia fue
desapareciendo en los textos sucesivos: la poetisa se dio cuenta de que era
imprescindible sacrificar en el ara de la honestidad algunas repeticiones
triviales.
La llegada de El
invierno próximo (1975), Miyó plantea una poesía más fresca pero más
fuerte, una poesía franca y lisa pero al tiempo sólida y vehemente. Parte de
esa evolución es la liberación de la expresión, la emancipación del lenguaje. O
lo que es lo mismo, un rescate de esa vitalidad primigenia, de esa potencia que
acaso andaba perdida en fingimientos que, por habituales, rayan en lo excesivo
y en lo tibio. Ahora ella se atreve a soltar que:
“Descubro que todas mis
amigas tratadas por psicoanalistas se han vuelto totalmente tristes, totalmente
bobas / me leen el oráculo chino y me predicen larga vida/ vida de mierda digo”
(65)
Pero
lo más importante es que se presenta una poesía que si bien continúa el
recorrido que se había esbozado en el poemario anterior, comienza a adquirir un
aire más franco y personal, un aire más cercano que ya no abandonará jamás. Es
más, tan importante es este libro, y el poema que acabamos de citar –el XII-
que ha dicho Patricia Guzmán que
“De ese poema, de
ese río, parecen partir todas las rutas, todas las aguas, de la poesía
venezolana escrita por mujeres (...) en las últimas dos décadas”.
Es probable que
tal herencia sea cierta. Uno de los aspectos clave de este poemario es que por
primera vez el yo poético se asume con plena conciencia y libertad. No por otro
motivo estos versos trasuntan honestidad y franqueza. Una franqueza tan llana
que sin duda proviene de la honda vitalidad de la autora, que se refleja
interminablemente en sus textos:
Escucha cómo paso
de largo / y todo se hace tan frágil, / tan triste (67)
Por lo mismo, no es
discordante el hecho de que uno de los signos de este libro sea el de la
paradoja, el de la aparente contradicción: el título habla del invierno y ello
nos remite a lo paralizado, a lo que queda aterido e inmóvil. Pero el aliento
poético sugiere algo bastante diferente:
“No hay cielo / ni lluvia /
por los alrededores / solamente / un calor / que se hace / grave / y duro / en
mí” (70)
Y si bien ese
impulso proviene de otra “temperatura”, lo que cuenta es que el signo de ambas
es igual: extremo. Frío o calor, es igual: el problema subsiste en la entraña
de la existencia no en la periferia. Helado o candente, la clave está en que el
estremecimiento íntimo. Y lo que es más: ese estremecimiento se ha hecho
continuo, se ha transformado en un escalofrío que, a fuerza de repeticiones, se
vuelve casi soportable.
“Descubro enigmas que
terminarán en un instante / cuando todo esto / no sea más que un hábito” (68)
Aunque en algún
lugar se haya colado la palabra “asombro”, es evidente que se trata puede uno
zafarse del miedo, semejante proceso es capaz de eliminar también la maravilla
y el misterio.
La misma línea
continúa en “Pocas virtudes” (1986) El lenguaje, su tono y su candidez
sorprenden otra vez, aún más que antes. Directo e irrevocable hasta casi el
desenfado, ese matiz se ha instalado definitivamente:
Y es la misma
hora / la de hoy / la que vendrá todos los días / la que me jode. (91)
No es raro que
Alfredo Chacón haya dicho que “la de este libro es palabra visceral y a un
tiempo distanciada, capaz de sostener su impulso como un residuo oscilante que
no cesa su vaivén (...)” (1986,1999:10) Sin embargo, lo más importante es el
sustrato poético. La misma cercanía que se abrió en el libro anterior, avanza
en éste. El yo de la poetisa está consolidado; ella se ha apropiado de él, lo
ha hecho suyo, ha sentido que le pertenece. Por primera vez los poemas tienen
un título, no ya un mero número romano como en “El invierno...” o ni
siquiera eso, como en “Giovanna”, que es una oleada de poemas sin más
identificación que ellos mismos. Se renueva el mismo tema, reaparece la
obsesión. La repetición del miedo, lo reiterativo de la angustia, es lo que da
la clave, es la misma cifra que antecedió y que ahora renace.
“Perdida pero obstinada
/(...) / siempre con el frío de la / noche anterior, siempre el mismo” (79)
El mismo Chacón
ubica estos textos y a su autora “entre el horror normalizado de la vida y el
necesario origen de su voz”. La angustia habitual, ya lo decíamos,
será una de las marcas constantes que esta poesía no abandonará jamás. Otra de
esas líneas temáticas constantes la encontramos nuevamente consolidada, esa especie
de parsimonia vital que ha olvidado sorprenderse ante el miedo y que ha
aprendido a resignarse ante las carencias
“No hubo soledad / ni
rigurosos ejercicios para / olvidar / olvidar a los miserables / ajenos / al
amor / amor” (83)
En los póstumos Valiente
Ciudadano (1994) y Órdenes al corazón (1997) todos los grandes
grupos temáticos aparecen plenamente consolidados y maduros. Lo mismo ocurre
con la forma de la expresión. El discurso es exactamente el mismo, sólo que
ahora está más estudiado y trabajado; no hay nuevas exploraciones temáticas
sino una profundización en los caminos que hasta entonces se habían transitado.
“Pero la lluvia
no pone fin / a ese eterno y aburrido cielo azul” (124) “Pero el goce es el
horror del sueño: / dormir va a ser para siempre” (126)
Pero, pero... Otra vez se
complementan los niveles. Forma y contenido, se interconectan y se revelan
imbricados mutuamente uno en el otro. Obviamente no se trata de la mera
frecuencia de una conjunción adversativa: el drama es justamente la contrariedad
interna que su presencia comporta. Nada redime, nada es suficiente. Acerca de Órdenes...
ha dicho Blanca Strepponi que
“este libro es
una voz muy cercana al inconsciente que la convoca, una y otra vez, los
sentimientos primarios: placer, dolor, muerte, culpa y miedo. Una y otra vez
esa voz establece profundos lazos literarios, entre uno y otro texto,
entre los personajes, sus silencios y sus recuerdos”
En estos libros,
una vez más, las sustituciones son inevitables, la decadencia es irremediable.
En algún momento anterior Miyó se preguntó en qué consiste ser Animal de
ocasión. Y hasta ahora, parece que nadie lo sabe, o nadie lo quiere saber.
Porque, si Sánchez Peláez hablaba de un “animal de costumbre”, él parece hallar
alguna justificación: acaso en la propia confesión de lo rutinario, acaso en la
redención por sorpresa, poco importa porque algo hay. Como quiera que sea, Miyó nos cuestiona y nos deja a la intemperie
ante la tranquila pérdida, ante la desaparición sin temblor.
De poco sirve
hablar del transcurso del tiempo, el cambio de la vida, las interminables
permutaciones que ella ofrece. Después de todo, como dice en Pocas virtudes “ya
no es necesario inventar nada / salvo esta terca soledad” (111) ¿Es un
lamento? ¿Es una forma de tranquilidad? ¿Es una forma de anestesia? Acaso ella
misma lo ignore.
Por eso Miyó
evita perder el tiempo con perogrulladas inútiles. Poco le interesa lo sabido,
la moneda de uso continuo. Lo que ella traza, lo que pone a la vista de todos
no es el fluir en si mismo, que se le antoja refugio para tontos; más que el
itinerario del viaje, le preocupa el destino, la llegada. Basta pensar en que,
como Giovanna –y con Giovanna, y desde Giovanna- estamos frente a un
“sueño descomunal de una infancia / que va
y viene / como pájaro de mal agüero” (21).
O, como ha
escrito Garmendia, “El corazón no pasaba de ser un alfiletero de
peluche donde se clavaban sin sacar sangre los pedacitos de una niña que a
veces lloraba por nada, ya que aún ignoraba cuáles iban a ser los veredictos
sobre ella.” Y es casi seguro que nadie quiere recordar que se sueña, mucho
menos despertar del sueño, sobre todo si el corazón está desgarrado y
acuchillado.
Es inevitable que
esa agonía y ese desencanto toque la fibra más honda: la minuciosa
desesperación interroga, estremece, funciona como recuerdo o aviso de las dudas
existenciales que cualquiera conoce pero pocos, por cobardía, se atreven a
enfrentar. Porque Miyó le recuerda al lector que nadie sabe cómo recuperar la
inocencia. O, lo que es lo mismo, que nadie se despeña dos veces por la misma
cascada.
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