Prólogo
José Gregorio Rodríguez
Desde
hace 25 años la poesía de Hesnor Rivera ha provocado siempre entre sus lectores
un sentimiento unánime de reconocimiento, consecuencia de que Hesnor ha
colocado siempre a la poesía por encima de todo. Surrealista ferviente cuando
enarbola las banderas del grupo APOCALIPSIS, permanece siempre fiel a la poesía
tomada en su sentido tradicional. Comprometido en la lucha contra la dictadura
desde el primer momento, será siempre a través de la poesía como se compromete
con la historia, porque es la poesía su único modo de expresión y su manera de
vivir. no sorprende que tanto sus adversarios como sus incondicionales rompan
lanzas en su defensa cuando su nombre o sus escritos queden involucrados en
algo, y es porque Hesnor ignora la agresividad y su poesía trasciende bondad.
Sus más violentos compromisos, vitales o intelectuales, toman siempre en él la
dulzura y la inocencia de su poesía.
Una poesía que mantiene su
constancia y genera una evolución también permanente. Armonía, fluidez y
transparencia como canales en los que la comunicación poética se establece a la
perfección: cada poema capta una luz tan pura que se transmite sin alterarse.
Las relaciones fundamentales de la vida inmediata con el agua, el fuego, la luz
y los vegetales; un espacio poblado de espejos que reflejan los sueños, una
circulación fluida entre los elementos y los sentidos, componen un universo
siempre nuevo y siempre idéntico a sí mismo. Cada poema reconcilia el mundo y
el sueño.
Permitir que los
sueños remonten la sangre y hagan cantar o llorar continuamente.
había
dicho Hesnor en 1949, en el poema “Realidad” con el que arranca su primer
poemario EN LA RED DE LOS ÉXODOS, publicado en 1963, la primera estrofa de esa
“Realidad”:
No siempre suele
empezar el tiempo por unas hojas húmedas y unas palabras recogidas en la
soledad de un río inconstante.
abre
la colección de sonetos de su última publicación NO SIEMPRE EL TIEMPO SIEMPRE
(1975).
Ahora son LAS CIUDADES NATIVAS y
también EN LA RED…encontramos el segundo poema que le sirve de apoyo: “Ciudad”
de 1953:
Un lago en cuya
superficie roja bailan reblandecidas de las naranjas abandonadas por los
navegantes borrachos.
Pareciera que el poeta está
regresando a la soledad de los años que siguen a una destrucción para ir
acotando entre paréntesis lo que, al escapar el tiempo, se va convirtiendo en
accidente, en circunstancia.
Los poemarios anteriores: PUERTO DE
ESCALA (1965) y SUPERFICIE DEL ENIGMA (1968) estaban dominados por la
arrogancia poética de un conquistador sin conquista, o al menos
la conquista del
caos que organiza a su labor los sentidos,
o
por la silueta altanera de un declamador enmascarado que dialoga en el desierto
de un mundo de frustraciones con esa “multitud del pasado” que es la
fascinación constante de su poesía.
¿Se trata de una relectura del
universo, de un texto revelador de la contextura de lo real o es todavía una
fabulosa narración que embriaga a golpes de imaginería, de fastuosidad y de
ilusiones que combinan y entretejen ficciones y sueños?
¿Este eterno retorno –nueva forma
acaso de evasión y de ilusiones– constituye un bello sueño de reemprender un
camino donde todo sea legible, donde el “secreto seguro y deleitoso” se
manifieste como la coincidencia milagrosa entre el deseo y la acción, la
profecía y su cumplimiento, la naturaleza y el lenguaje, la moral del ser y la
moral del hacer?
En LAS CIUDADES NATIVAS, Hesnor
Rivera, multiplicando las más diversas visiones, introduce al lector en una
epopeya de lo cotidiano; despoja al personaje heroico de su indumentaria
libresca, de su aureola mitopatriótica, lo cubre con la piel viva de una humanidad
dolida (capitán piel de mapa –pelambre
de animal brumoso) y lo arropa con el calor de la vivencia en un movimiento
épico y oratorio en el que el culto de lo sagrado y el mesianismo profético
debaten entre surrealismo y sobrehumanismo. El poeta como un conquistador reúne
el espacio y el pasado de la ciudad, reconcilia al extraño y al indígena, lo
particular y lo universal. En lugar de volverse exclusivamente al pasado, como
pudiera hacerlo creer un vocabulario a veces arqueológico, Hesnor se apoya en
el lenguaje de las ciencias modernas, y es el lirismo propio de la modernidad
lo que le inspira pasajes vibrantes de la conquista, pasajes en donde vive el
libro y, junto a él, la pasión del poeta por la naturaleza, por el conocimiento
de la naturaleza, por la conciencia del conocimiento, por el lenguaje de la
conciencia y por la importancia del lenguaje.
La soledad, la amargura y la
decepción, siempre presentes y expresadas con fuerza, equilibran imágenes de
grandeza donde el hastío se suaviza con la fe en los hombres. Siempre evoca la
tierra natal, como lejana y próxima a la vez, donde la infancia del mito y el
mito de la infancia constituyen el humus de esa tierra, restituyéndonos a un
reino del que hemos estado excluidos porque hemos olvidado su misterio y
fascinación.
Y es ese misterio y fascinación del
universo poético el que nos descubre fascinante y misteriosamente a través del
lenguaje. En el juego de estructuras formales, los encadenamientos de términos
por su homofonía, los metagramas (paso de una palabra a otra por sustitución de
una consonante), las aliteraciones, las figuras etimológicas, versos enteros
que constituyen el desarrollo de la modulación de un simple sonido, el juego
fonético que coincide con el desarrollo del sentido, provoca armonías que se
renuevan constantemente y que evocan siempre la organización dentro del caos. Es
como un oleaje de sonoridades sobre el que se superpone una organización
compleja de la frase, de la página y del poema todo. las oraciones se encadenan
en una progresión que desencaja el formalismo y llegan a adoptar posturas que
marginan el paroxismo. La repetición juega un papel esencial: algunos
leit-motiv que pertenecen a un poema determinado. A un fragmento preciso dentro
de un poema, se repiten a lo largo de un movimiento y llegan a convertirse en
el tema de un nuevo poemario o de una nueva visión. En otras ocasiones los
movimientos se unen entre sí, hasta el punto de que la idea misma de un
fragmento llega a ser finalmente inconcebible. La secuencia de repeticiones y
de modulación confiere movimiento a todas las formas que ensaya: sus sonetos
son variaciones del versolibrismo que venía siendo su característica. Rumor
incesante de un oleaje que parece superponerse infatigablemente, en donde hay,
como en las mareas, altibajos, flujo y reflujo.
LAS CIUDADES NATIVAS constituye,
podría decirse, una gran fiesta de sonoridades y coloraciones; podría hablarse
incluso de una epopeya sin héroes, ni narración, ni mitos de nacimiento de un
pueblo, pero en la que multiplican referencias que remiten a la gran epopeya no
escrita de la conquista, donde las figuras de Alonso de Ojeda y Ambrosio
Alfinger se dibujan a través de las imágenes del poeta en na equivalencia
triunfal entre el mundo evocado y el lenguaje invocado. Por una parte Hesnor no
cesa de escrutar la realidad de este mundo, y por otra no cesa de evocar los
elementos de la escritura y de la voz, la textura misma de las palabras y del
mensaje. Una suerte de inventario minucioso de su pasado y del pasado de su
ciudad junto al trabajo de un verdadero lingüista que elabora su propia lengua
haciendo del lenguaje el objeto mismo de su poesía. Idéntico movimiento que
canta el mundo y el poema y que los reúne.
La encrucijada edípica de EN LA RED
DE LOS ÉXODOS, la Ítaca tropical de PUERTO DE ESCALA, vistas a través de los sueños
de la infancia¨; la desesperanza cantada en las SUPERFICIE DEL ENIGMA, y la
fatigante labor fabricadora de NO SIEMPRE EL TIEMPO SIEMPRE, desemboca en LAS
CIUDADES NATIVAS, en la embriaguez de un provenir casi angustiado y exhausto
que llena con nostalgia el vacío de un sueño, que muerde con protesta la
esperanza de una reconciliación con las grandes fuerzas de un mundo en donde la
poesía nostálgica quedará unida a los temas de la conquista y del progreso.
Las ciudades
nativas
Todavía los árboles y el aire.
La
techumbre hasta entonces vegetal
de
los barrios sueltos como animales
mansos
entre ardientes xerófilas
–entre
nidos de serpientes aladas
y
mosquitos más finos que las hebras
de
tejer las heridas del terror persistente.
Todavía
el primer mundo entrevisto
estaba
negro como las ruinas
de
aquellas otras ruinas
de
una ciudad recién quemada
por
el fuego que se empolla y empluma
entre
las piedras crepitantes del lago.
El primer mundo chapoteaba cautivo
en
las fibras minerales del parto
que
enlutó con esplendor las fuerzas
de
los ámbitos nuevos.
Los
seres descolgados intactos
de
las tablas más delgadas del tiempo
vieron
caer del fondo de la tierra
–sobre
la yuca y el maíz bordados
con
los pelos del sol fijo en su sitio–
el
chorro de la gracia sombría. Las lluvias
de
petróleo que instalaron la noche
entre
cielo de verdad y el cielo
amarrado
por las patas y el cuello
al
plato de la soledad en la casa.
Bajo el cuero de las selvas hervían
los
relámpagos (el baño fabricado
con
óxidos funcionaba en el centro
de
las hierbas con pezuñas altísimas).
Los
lirios cavernarios hervían
desovados
por docenas sus bulbos
olorosos
a venenos y a fiebres
(la
cocina pintada con el polen
Dicotiledóneo
de las bestias flotantes
Guisaba
mariposas de peltre).
Bajo la hermosa descomposición de
los reinos
sobre
cimientos de fulgores errantes
nacía
la ciudad moribunda. La ciudad
que
amamanta con las ruedas del hambre
la
fortaleza posesiva del siglo.
Nacían
las ciudades nativas –las puertas
y
las calles de salir al vacío
brotaban
de la nada del bosque.
Se
esponjaba el caos. Sus feroces costumbres
invitaban
a vivir tenazmente
y
a morir con tenacidad muy adentro
de
la pasión que engulle a grandes trozos
la
entraña misma de sus círculos –el círculo
vicioso
de la muerte continua.
Lejos –afuera de los embrujamientos
encandilados
como conejos lívidos
por
los latidos de la memoria a solas.
Más
allá de la zona donde se libraban
alucinantes
guerras entre el gas y los pájaros
el
hombre nadaba enamorado más
que
nunca del espacio y del vértigo.
La velocidad bajaba y ascendía
como
un astro sin timón por el viento
–expandía
en imágenes de impacto
su
perfume llameante y engordaba
por
el dorso el filo de sus armas
de
piel hecha con alcoholes nevados.
Afuera –alrededor el hombre se
agrupaba
en
zonas de migración contrapuesta.
La soledad paseaba por encima
sus
fardos de arcángeles envueltos
en
membranas de mecates y alambres.
Los
paseaba muy bajo vertiginosamente
para
confundir hasta en ponerles máscaras
de
lujosas comarcas a los ciclos del tiempo
–al
mecanismo de los rayos en celo
Que
regulaban a control remoto
La
historia de las multitudes más íngrimas.
Desde entonces ocurre que el círculo
es
cuadrado como la canción de un ciego
–como
el ojo del perro cuando anuncia
Las
apariciones de las ánimas solas.
Como
un taburete. Como el olor del ajo
y
el alcanfor que envuelve en los baúles
las
pertenencias de los antepasados.
Desde entonces ocurre que primero
entra
un camello por el ojo de un rico
que
los que trabajan por el ojo del cielo.
Que
primero entra por el reino una máquina
que
un solitario por el ojo del reino.
Lo demás era no obstante y otra vez
el círculo.
El
comienzo de un fin previo al comienzo
de
otro fin antepuesto
al
comienzo de algún largo pasado.
Era
la cola de color de la infancia
mordiéndose
en la sombra el plumaje
multiplicado
de las necesidades
sin
fondo de la vida en familia.