sábado, 7 de diciembre de 2013

Hesnor

César Seco



Bien vale traerlo aquí con lo que Cioran dijo de Borges: “el último exquisito”.  Agregaría que entre nosotros, pero sin duda alguna de que lo fue. Lo afirmo de entrada a estas palabras que van a sumergirse en la anécdota y el recuerdo que mi memoria retiene como imagen del poeta, antes que pretender sumar algún comentario crítico a los aciertos de su obra.

Algún amigo diría en esta conversación invisible, que Hesnor, el poeta andante por su nativa ciudad, era, él mismo, un poema escrito con elegantes modales, desde el azogue pulido de sus zapatos, el pliso perfecto de su pantalón, el correcto corte de su flux, el brillo sólido de sus yuntas, a los que seguía su estereofónica voz, al momento de hablar con un conocido que le salía al paso, hasta el silencio más recóndito que oponía al ruido del centro, por donde solía pasearse, aguardando el dictado de la poesía.

Otro no disociaría esto del riguroso sentido de la forma que tenía el poeta lacustre. Y otro traería a colación, tan solo una palabra que bien se aproxima a lo que eran sus modos gestuales y a su factura escritural: impecable.

Ahora que yace en su propia sombra y sobre el sueño que lo transparenta apenas le atisbamos; no podemos hacer otra cosa que recordar y compartir las veces que le vimos, expectantes en la leyenda y deseosos de oír la permanencia de su canto.

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La primera vez que lo tuvimos de frente fue a mediados de los 80, ocurrió en la Casa Morales o de la Capitulación, se daba allí un encuentro de escritores. Él venía subiendo las escaleras y nosotros, me acompañaba un amigo, lo reconocimos de inmediato por una fotografía suya vista en PANORAMA. Andaba de celeste, algunas canas partían ya desde su frente egipcia, pero su paso era seguro y determinante. Por un momento me detuve en la punta del pañuelo asomada triangularmente en el bolsillo de su saco, pero, de súbito,  el colorido festín de su corbata tomó mis ojos: -Soy Hesnor.

De él nos hablaron amigos que incluso habían ido a Maracaibo tan solo para conocerlo. Estaba sembrado en nosotros lo que nos dijeron: Ramón Miranda, que ha escrito una hermosa crónica sobre el grupo Apocalipsis; la impresión que guardada de él nuestro poeta duende, Rafael José Álvarez, y la justa valoración que le daba Enrique Arenas. Nos presentamos como Nadie porque Nadie éramos entonces, y así, tomando el lugar de Odiseo, ganamos de su parte un breve halo de cortesía que se manifestó en una sonrisa afable. Cuando le tendí mi mano y él la estrechó con la seda de la suya, me sentí animado a decirle que era el más romántico de nuestros poetas surrealistas. Volvió a sonreír sin hacer comentario alguno. Enseguida le enteramos de quienes hacían referencia a él y a su obra con admiración y respeto.  Se mostró más interesado y nos preguntó por cada uno de ellos, sólo que, dándole respuesta, captamos que su mirada buscaba a alguien entre los presentes y para nada quisimos importunarlo. Se dio vuelta y nos dejó su saludo en el aire. Sí, buscaba a alguien, no lo vio y salió. O bien, me digo ahora, la buscaba a ella, la eterna, la amada. Cuando miramos a la puerta de salida no lo vimos abandonar el recinto, pero era obvio que ya no estaba. Sólo ahora, tantos años después, todo ello, el fugaz encuentro, el saludo, las pocas palabras que mediamos, comienzan a fraguar una imagen de alucinación, tal como las que surgen entre sus versos, hilación magnífica de quien no separó nunca vigilia y sueño.

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La segunda vez tuvimos la gracia no sólo de verlo sino de escucharlo. Fue en Cumaná a principios de los 90, en un encuentro convocado por el poeta Ramón Ordáz. El encuentro tenía un carácter polémico por unas declaraciones que dieron por esos días Carlos Rocha y Yolanda Pantin, cuestionando la evolución de la poesía venezolana contemporánea. Había invitados muy respetables y de obra significativa, como Gustavo Pereira, Luis Alberto Crespo y el propio Hesnor Rivera. Mientras los otros invitados se dejaban ver, bien fuera en el bar del hotel o en los pasillos de la Casa Ramos Sucre, de Hesnor se comentaba que aún no llegaba o que permanecía acicalándose en su habitación. Es decir, entre tragos y amenas discusiones, un aura de misterio giraba en torno al autor de Persistencia del Desvelo, lo cual le quitaba algo de pesadez al encuentro que pronto se inició con un acalorado debate. Yo estaba allí con solo un libro publicado y sentía algo de vergüenza. Había ido a aprender y permanecía escuchando sin intervenir. En un momento me ausenté del debate y me di a recorrer la casa en que residiera Ramos Sucre, trabando un diálogo mudo con los objetos e imaginándome en los rincones de cada habitación, la presencia del insomne. Había llegado la tarde y me fui a la plaza a sentir el cálido palabreo del cumanés, después de encontrarlo en un viejo fotógrafo contándole a un turista algo digno de Goethe, que el diablo salía una vez al año a raptar una moza en la ribera del Manzanares, me trasladé con mi sombra al lado a un barcito de esquina a saciar mi sed con unas frías cervezas. Andaba solo y desprendido cuando la noche me alcanzó abrumado de preguntas que no encontraban respuestas. Comenzaba ya la lectura central y sólo quería llegar a tiempo. Entré de nuevo a la casa y sentí  un gusto especial viendo a poetas que admiraba y tenía como maestros, pero no estaba Hesnor. Como eran varios los invitados, los organizadores habían acordado que cada poeta diera lectura a un solo poema, lo cual dio motivo a protesta en algunos y en señal de ello hubo un poeta que se tendió en el piso como un crucificado, justo a la entrada del teatrino donde se haría la lectura. Para poder acceder al lugar hubo quienes, muertos de risa, pegaban un brinquito sobre él y yo lo hice tan solo citando para mí en silencio el verso de Lezama: “…permiso para un leve sobresalto”. Ya avanzada la lectura pude enterarme de que no era el único que se preguntaba si el poeta maracucho había llegado o no. El crucificado seguía allí irrenunciable a su protesta cuando se escuchó decir a alguien: -Ahí viene Hesnor Rivera-, y el poeta avanzó impecable como siempre, a buscar el lugar que le habían asegurado en el panel, caminando pegadito a la pared, mirando con asombro al poeta tendido, poniendo sumo cuidado en no tropezarlo y después de ser anunciado y dar un saludo general, se disparó Silvia, su poema, ante el cual el resto de la lectura con todo su valor, me pareció solo ecos y murmullos ante la resonancia de su voz y de lo que en ella nombraba, no a la palabra amor sino al sentimiento amor, eso que figura y desfigura, que salva y condena, pero al que es imposible negar la gracia y la pasión con la que nos inunda, tal cual en su poema. Y así, repentino como llegó, se marchó.

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La tercera vez, siendo la más cercana en el tiempo, nos parece ahora, por un quiebre o laguna en nuestra memoria, la más lejana. ¿Por qué? No lo sabemos, sólo nos aventuramos  a sospechar que por ser la que, en sus detalles, menos recordamos. Se daba en Maracaibo una Feria del Libro. El año se me hace impreciso y no consigo ubicarlo si fue en 1999 o en el 2000. ¿Por qué no puedo extraer siquiera el instante que lo dibujó a distancia, ya no como un aparecido, que en verdad es lo que su poesía ha fraguado en mí como visión de su ser. Borroso sí el instante, pero su presencia es nítida en este otro que recupero a través de la escritura. El poeta compraba  libros como cualquiera de los concurrentes a la feria. Creo que no figuraba en el programa y si tenía alguna participación no me había percatado. De sólo verlo ya no necesitaba comprobarlo. Una cosa si he fijado: era aún temprano y ya andaba vestido de noche. Lo seguí con mi mujer de la mano, cuidando no se diera cuenta de lo que parecía una persecución policial, incluso no enterándola a ella de quien era ese personaje que en cada stand siempre estaba por delante nuestro, viendo los libros, pero demorándose muy poco. Así le vi ir con los libros adquiridos y desaparecer al final del pasillo. Así no lo vi más.   

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