Por Edgar Medrano
Escribir sobre el poeta Hesnor
Rivera es hablar de Maracaibo y su accidentado amorío con el “charco”, inmenso,
“mollejúo” que lleva su nombre. Y sobre eso y sus versos, de ello estoy seguro,
darán mejores cuentas críticos y habitantes cuasi-eternos del mundo cultural y
académico… Y este día, como los que siguen, no estoy con ganas de agregar
infelicidades a mi atareada cotidianidad…
Pero hablar de Hesnor, el poeta,
es también hablar de Rivera, el docente, el profesor, el maestro… Y aquí sí me
quiero explayar de la mejor manera que sé: escribiendo desde el recuerdo y las
experiencias de un estudiante soñador y algo díscolo, recién llegado de la
“rubia Albión” con el rabo entre las piernas, y una gran caja de madera llena
de libros y poemas: Eliot, Pound, los metafísicos ingleses, Plath, Shakespeare,
una biología de las estrellas de mar, y algo más…
¿Hesnor Rivera? Me decían, al
entrar en los insolentes pasillos de la Escuela de Letras de Luz (Universidad
del Zulia), en aquel entonces en el Bloque A de la Facultad de Humanidades y
Educación, que era un poeta que había viajado mucho y que daba literatura
medieval española. Y que se sabía de memoria (poética, supongo) el libro de
Dayermond, de la editorial Ariel.
Supe, también que había personas,
andantes sombras de Letras, que no lo querían, y supe entonces lo estúpido de
las ideologías, de sus puños en alto, de sus rodillas en tierra…
¿Mi primera clase con Hesnor? En
un primer momento, el miedo, la duda, la bendita timidez… Luego, luego el
asombro, la sonrisa, la maravilla del verso español, de los juegos rítmicos y
semánticos de esos señores del medioevo y del siglo de oro, tan inquietos, tan
delatores de la realidad, tan encantados por la palabra, dormido carbón que
golpe a golpe fueron convirtiendo en fabulosos diamantes, en inigualables joyas
de la cultura universal…
Escuchábamos al poeta con su voz
de locutor de radionovela enjaezar ideas y palabras en las crines indomables de
nuestros sueños y precarios emborronamientos del amor en flor y canto…
En la voz penetrante de Rivera
supe andar los plácidos y angustiosos caminos de Garcilaso; las palabras rudas
y atrevidas del Arcipreste; los tímidos asomos a la luz española de las jarchas
mozárabes; la ingenua piedad de Berceo; la despellejada ironía de Francisco, el
de los Quevedos; el golpe seco e infinito sobre la palabra del huraño don Luis
de Góngora.
Hesnor fue maestro, guía, luz (y
no exagero) que nos condujo, a este grupo de imberbes y más que perdidos
estudiantes que sospechábamos de lo que hacían y escribían los hispanohablantes
de allá, allende el mar de los sargazos, por los senderos inagotables de la
primera literatura española, la que inauguraba un idioma de manera tan magistral…
Claro que también nos reímos de
sus gestos, de sus palabras, de sus acciones, como cuando intentaba vanamente
introducir el cigarrillo en su boca, mientras nos recitaba un soneto de
Garcilaso, recién salido de su vida de eterno huésped…
Y cómo sonaba el verso rústico de
Dom Sem Tob, el de Carrión, en el aula, pequeña y cálida (es probable que no
funcionara el aire acondicionado), y recorría impune y festivo nuestra piel y
nuestra imaginación, en aquél año 1979, tan lleno de gracia.
Hasta que un día me decidí:
tímido, receloso, dando tiempo al tiempo y a mi timidez, un día cualquiera de
aquel año de gracia, como ya dije, al terminar la clase, me acerqué al poeta
(ahora era el POETA) y le entregué, varias hojas de cuaderno que contenían mis
primeros poemas “serios”... Hesnor, cigarro en mano, los tomó, se sonrió, y los
guardó en su maletín. Me dijo que los leería, y luego daría su dictamen de
experto… Casi no dormí por varios días. Recuerdo cómo comenzaba uno de ellos, y
pensar que él, el poeta, Hesnor Rivera, leería ese primer verso, y el resto, me
angustiaba sobremanera:
¿Se dan cuenta ahora el origen de
esa resequedad en la garganta, de ese sentirme a la intemperie, desnudo, como
el primero entre los torpes (“Poetillas”, les llamaba Federico, el de Granada)?
¿Su respuesta? Con una imborrable
sonrisa, aún la guardo como secreto que no violaré. Sólo diré que aprobé, pero
me guardo la calificación. Es mi manera de recordar a quien fue poeta, mi
profesor, modelo para este camino duro y esperanzador de la docencia. Es mi
forma de no traicionar su mirada y memoria de aquel día del año de gracia de
1979…
En 1979, Hesnor Rivera publicó su
libro El Visitante Solo del cual publicaremos algunos de sus poemas.
El
visitante solo
Atiendo de memoria al
visitante
que me veo ser
ciertas mañanas
del porvenir desde
ahora perdido.
Del mismo modo
atiendo a su probable
compañía –de seguro
mujeres.
Algún sueño con forma
de árbol náufrago.
Un antepasado que se
rejuvenece
a medida que va retrocediendo
en su luminoso viaje
de retorno.
En la puerta de la
calle me hablo
no sin ceremonias del
mal tiempo.
Los otros me oyen con
sonrisas de cómplices
cuando les pregunto
sobre el rumbo
por donde llegarán
las lluvias. Las rutas
de los próximos viajes.
Sobre el estado
de salud de los seres
que amamos
y murieron en un
tiempo todavía pendiente.
Una mujer siempre la
misma y sin embargo
desconocida en la
mitad cambiante
que le ilumina el
cuerpo a la derecha
y le humedece el alma
por la izquierda
me retiene las manos
cuatro veces:
dos allá afuera desde
donde vengo
dos aquí adentro
donde yo me espero.
El visitante trae en
sus vestidos flores
y cartas que jamás se
enviaron.
Canta sin titubear
las palabras
de una disculpa no
ofrecida. De un deseo
no formulado a
tiempo. De alguna
confesión ahora
espantosa
sobre la soledad y
sus miserias
pero que hubiera sido
bella dicha a gritos
al amparo de su sitio
y su instante.
El visitante pisa de
repente
la línea intemporal
de su sombra.
(Sus acompañantes
pasan hasta el fondo
del patio –beben con
deleite el brillo
de las piedras que
sembró el sol en la arena).
Lo atiendo de memoria
–olvidado
de su porte de animal
rencoroso.
Cuando parte todo es
afuera lejos
mientras escucho
adentro los recuerdos.
La palabra y su sombra
I
Seguramente ya
dejaste lejos
la encrucijada que te
reclamaba
con sus cuatro brazos
–con sus cuatro
estaciones por
principio enemigas.
No más allí tenía que
encontrarte
inmóvil como una
llama a punto
de morir. Aterrada
entre las fuerzas
de las diferencias y
las semejanzas
pero siempre más
extraña y más bella
que la contradicción
de aquella zona
de azar en cruz en
donde no supimos
quién estaba
partiendo y quién volvía.
No más allí no
obstante no era cosa
de saber. No se
trataba de ponerse
frente al sol o
frente al aire a oír
los llamados del
mundo –las pisadas
con que el cielo
marcaba sus caminos.
Poco antes del
encuentro tu nombre
anduvo como una sed
de alas pintadas
alrededor del agua de
recuerdos
irreales –de
imaginarias nostalgias
con que suena la
memoria en mis labios.
Yo te había nombrado
justo un día
antes de que te
aparecieras apenas
menos alta y más
frágil que tu nombre.
Un poco antes de que
entraras a tientas
–desnudos como
heridas de carne viva
los sentidos– en la
arena del área
desconcertante de las
negaciones
que se contradicen.
En la hoguera
de tinieblas en donde
las palabras
eran túneles de salir
al vacío.
Puertas de entrar la
soledad a un tiempo
que ha cautivado
hasta sus propias trampas.
V
La palabra y su
sombra se han comido
los recuerdos –la
soledad copiosa
del visitante. La
ciudad. Las bellas
mujeres que tejen no
muy lejos
ahora –más bien
dentro. Más bien pronto
con sus
desapariciones los sueños.
La palabra y su
sombra nos apagan
los sentidos hasta
volvernos polvo
original de un tiempo
cuyas formas
hablan como la boca
de los muertos.
El olvido respira detrás de los ojos
Las casas se dan
vuelta sobre el piso
de dedos del azar que
eterniza
todo este juego de
perdidos triunfos
de la supervivencia
apenas íntima.
El olvido respira
detrás de los ojos.
Gira uno mismo en
vilo y sobrevive
para llorar la
soledad colmada
por la memoria que
hace estallar
con elegancia
réplicas de flores
–de miradas que aún
siguen por los cielos
nombrando en orden a
los animales
de las
constelaciones. De recuerdos
sobre el amor de
nuestras apariencias
ya inoperantes pero
siempre atroces.
El olvido respira
detrás de los ojos.
La memoria se da
vuelta ella misma
de improviso –se mira
por el lado
donde es tela de
espejo. Se recuerda
por el lado de
confundir el bosque
con la ciudad –el
viento con los sueños
que entran por la
ventana abierta al caos.
El aroma tentacular
del fuego
con el ruido del mar
cuando da golpes
de serpiente para que
nazcan pájaros
de una estación
quemada inútilmente
por al agua de alguna
gran nostalgia.
El olvido respira
detrás de los ojos.
Mañana el tiempo
comerá en las manos
de las sirenas
cálidas la muertas
que requiere para
volverse pasado.
Irá lejos sin atender
horarios
de consultas sobre el
frío escamoso
que nos devora –lejos
y no obstante
lo suficientemente
cerca como
para que el mundo
gire nunca en contra
a una velocidad en
contra siempre
del goce de vivir a
medias triste.
El olvido respira
detrás de los ojos.
Y en este instante un
perro oscuro gime
en las entrañas de mi
corazón.
Gime mi corazón ante
las puertas
de la naturaleza más
horrible
que el rapto de
tumbar patas arriba
la casa –de quemar a
los amigos
y a sus amantes en
las plazas públicas.
De envenenarse
endemoniadamente
para no ver el hueco
en donde el tiempo
y la memoria propia
tejen ecos
de uno mismo de dos
modos distintos:
uno del lado de no
estar en nada
y otro del lado de no
ser en nadie.
El olvido respira
detrás de los ojos.
Raíces del moribundo
El moribundo vuelve
el rostro
hacia el pasado que
no es suyo
pero al que pertenece
como
pertenecen a las
cosas los seres.
Vuelve el rostro
hacia la sombra
doméstica del
porvenir que termina
muy cerca –justo
encima del día
en que las otras
soledades
comienzan a construir
su pasado.
El moribundo se
pregunta: ¿dónde
–en qué sitio de
vagas predicciones
reposan los huesos de
los ojos.
Las cenizas son
seguridad brillantes
de aquellos ojos que
al abrirse podían
con la gracia del
azar de estar vivos
ponerles nombres a
las partes lúcidas
del caos siempre
original del tiempo?
¿Para desencadenar
qué tormentas
en el ámbito de la
casa cautiva
bajo el cielo del
barrio –para entornar
qué puertas adecuadas
al uso
sombrío de perros y
fantasmas.
Para hacer qué
demonios vino
Ana Raquel a
incorporar sus hábitos
de animalito en flor
a la memoria
de mis antepasados en
trance entonces
de apagar en sus
corazones las islas?
¿Dónde estuviste
–dónde andarás ahora
virgen de téticas
pálidas. Dónde estás
ahora fiera por
conveniencia breve.
Muchacha de pestañas
y pezuñas
que nacieron por principio
distintas.
Dónde habrás dejado
de ponerte
la túnica de esconder
los sueños.
Dónde habrás
terminado por aparecer
desnuda a secas
definitivamente?
El moribundo acecha
por detrás
de sus preguntas el
final y no obstante
cree todavía en la
piedad del pálpito
–en el amor de la
mujer que salga
de alguna soledad
como la suya
para llamarlo a
gritos y lo salve
diciéndole que nunca
habrá de amarlo.
Que nunca pronunciará
su nombre
para no permitirle
que padezca
la doble soledad de
estar juntos.
El moribundo sopla la
humedad
de sus remembranzas
últimas.
Y sin embargo siente
que es posible
la ruptura del
círculo –la huída
por entre las dos
voces de la muerte.
La aparición a flote
de una tabla
con costillas de
pared de raíces.
La aparición de esa
antigua ventana
donde apoyarse para
ver de nuevo
tal como la primera
vez el mundo.
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