domingo, 15 de diciembre de 2013

Escribir sobre el poeta Hesnor Rivera es hablar de Maracaibo

Por Edgar Medrano



Escribir sobre el poeta Hesnor Rivera es hablar de Maracaibo y su accidentado amorío con el “charco”, inmenso, “mollejúo” que lleva su nombre. Y sobre eso y sus versos, de ello estoy seguro, darán mejores cuentas críticos y habitantes cuasi-eternos del mundo cultural y académico… Y este día, como los que siguen, no estoy con ganas de agregar infelicidades a mi atareada cotidianidad…

Pero hablar de Hesnor, el poeta, es también hablar de Rivera, el docente, el profesor, el maestro… Y aquí sí me quiero explayar de la mejor manera que sé: escribiendo desde el recuerdo y las experiencias de un estudiante soñador y algo díscolo, recién llegado de la “rubia Albión” con el rabo entre las piernas, y una gran caja de madera llena de libros y poemas: Eliot, Pound, los metafísicos ingleses, Plath, Shakespeare, una biología de las estrellas de mar, y algo más…

¿Hesnor Rivera? Me decían, al entrar en los insolentes pasillos de la Escuela de Letras de Luz (Universidad del Zulia), en aquel entonces en el Bloque A de la Facultad de Humanidades y Educación, que era un poeta que había viajado mucho y que daba literatura medieval española. Y que se sabía de memoria (poética, supongo) el libro de Dayermond, de la editorial Ariel.

Supe, también que había personas, andantes sombras de Letras, que no lo querían, y supe entonces lo estúpido de las ideologías, de sus puños en alto, de sus rodillas en tierra…

¿Mi primera clase con Hesnor? En un primer momento, el miedo, la duda, la bendita timidez… Luego, luego el asombro, la sonrisa, la maravilla del verso español, de los juegos rítmicos y semánticos de esos señores del medioevo y del siglo de oro, tan inquietos, tan delatores de la realidad, tan encantados por la palabra, dormido carbón que golpe a golpe fueron convirtiendo en fabulosos diamantes, en inigualables joyas de la cultura universal…

Escuchábamos al poeta con su voz de locutor de radionovela enjaezar ideas y palabras en las crines indomables de nuestros sueños y precarios emborronamientos del amor en flor y canto…

En la voz penetrante de Rivera supe andar los plácidos y angustiosos caminos de Garcilaso; las palabras rudas y atrevidas del Arcipreste; los tímidos asomos a la luz española de las jarchas mozárabes; la ingenua piedad de Berceo; la despellejada ironía de Francisco, el de los Quevedos; el golpe seco e infinito sobre la palabra del huraño don Luis de Góngora.

Hesnor fue maestro, guía, luz (y no exagero) que nos condujo, a este grupo de imberbes y más que perdidos estudiantes que sospechábamos de lo que hacían y escribían los hispanohablantes de allá, allende el mar de los sargazos, por los senderos inagotables de la primera literatura española, la que inauguraba un idioma de manera tan magistral…

Claro que también nos reímos de sus gestos, de sus palabras, de sus acciones, como cuando intentaba vanamente introducir el cigarrillo en su boca, mientras nos recitaba un soneto de Garcilaso, recién salido de su vida de eterno huésped…

Y cómo sonaba el verso rústico de Dom Sem Tob, el de Carrión, en el aula, pequeña y cálida (es probable que no funcionara el aire acondicionado), y recorría impune y festivo nuestra piel y nuestra imaginación, en aquél año 1979, tan lleno de gracia.

Hasta que un día me decidí: tímido, receloso, dando tiempo al tiempo y a mi timidez, un día cualquiera de aquel año de gracia, como ya dije, al terminar la clase, me acerqué al poeta (ahora era el POETA) y le entregué, varias hojas de cuaderno que contenían mis primeros poemas “serios”... Hesnor, cigarro en mano, los tomó, se sonrió, y los guardó en su maletín. Me dijo que los leería, y luego daría su dictamen de experto… Casi no dormí por varios días. Recuerdo cómo comenzaba uno de ellos, y pensar que él, el poeta, Hesnor Rivera, leería ese primer verso, y el resto, me angustiaba sobremanera:

      “Menuda ave que taladras ámbitos…”

¿Se dan cuenta ahora el origen de esa resequedad en la garganta, de ese sentirme a la intemperie, desnudo, como el primero entre los torpes (“Poetillas”, les llamaba Federico, el de Granada)?

¿Su respuesta? Con una imborrable sonrisa, aún la guardo como secreto que no violaré. Sólo diré que aprobé, pero me guardo la calificación. Es mi manera de recordar a quien fue poeta, mi profesor, modelo para este camino duro y esperanzador de la docencia. Es mi forma de no traicionar su mirada y memoria de aquel día del año de gracia de 1979…

En 1979, Hesnor Rivera publicó su libro El Visitante Solo del cual publicaremos algunos de sus poemas.

El visitante solo
Atiendo de memoria al visitante
que me veo ser ciertas mañanas
del porvenir desde ahora perdido.
Del mismo modo atiendo a su probable
compañía –de seguro mujeres.
Algún sueño con forma de árbol náufrago.
Un antepasado que se rejuvenece
a medida que va retrocediendo
en su luminoso viaje de retorno.

En la puerta de la calle me hablo
no sin ceremonias del mal tiempo.
Los otros me oyen con sonrisas de cómplices
cuando les pregunto sobre el rumbo
por donde llegarán las lluvias. Las rutas
de los próximos viajes. Sobre el estado
de salud de los seres que amamos
y murieron en un tiempo todavía pendiente.

Una mujer siempre la misma y sin embargo
desconocida en la mitad cambiante
que le ilumina el cuerpo a la derecha
y le humedece el alma por la izquierda
me retiene las manos cuatro veces:
dos allá afuera desde donde vengo
dos aquí adentro donde yo me espero.

El visitante trae en sus vestidos flores
y cartas que jamás se enviaron.
Canta sin titubear las palabras
de una disculpa no ofrecida. De un deseo
no formulado a tiempo. De alguna
confesión ahora espantosa
sobre la soledad y sus miserias
pero que hubiera sido bella dicha a gritos
al amparo de su sitio y su instante.

El visitante pisa de repente
la línea intemporal de su sombra.
(Sus acompañantes pasan hasta el fondo
del patio –beben con deleite el brillo
de las piedras que sembró el sol en la arena).
Lo atiendo de memoria –olvidado
de su porte de animal rencoroso.
Cuando parte todo es afuera lejos
mientras escucho adentro los recuerdos.


La palabra y su sombra

I
Seguramente ya dejaste lejos
la encrucijada que te reclamaba
con sus cuatro brazos –con sus cuatro
estaciones por principio enemigas.

No más allí tenía que encontrarte
inmóvil como una llama a punto
de morir. Aterrada entre las fuerzas
de las diferencias y las semejanzas
pero siempre más extraña y más bella
que la contradicción de aquella zona
de azar en cruz en donde no supimos
quién estaba partiendo y quién volvía.

No más allí no obstante no era cosa
de saber. No se trataba de ponerse
frente al sol o frente al aire a oír
los llamados del mundo –las pisadas
con que el cielo marcaba sus caminos.
Poco antes del encuentro tu nombre
anduvo como una sed de alas pintadas
alrededor del agua de recuerdos
irreales –de imaginarias nostalgias
con que suena la memoria en mis labios.
Yo te había nombrado justo un día
antes de que te aparecieras apenas
menos alta y más frágil que tu nombre.

Un poco antes de que entraras a tientas
–desnudos como heridas de carne viva
los sentidos– en la arena del área
desconcertante de las negaciones
que se contradicen. En la hoguera
de tinieblas en donde las palabras
eran túneles de salir al vacío.
Puertas de entrar la soledad a un tiempo
que ha cautivado hasta sus propias trampas.

V
La palabra y su sombra se han comido
los recuerdos –la soledad copiosa
del visitante. La ciudad. Las bellas
mujeres que tejen no muy lejos
ahora –más bien dentro. Más bien pronto
con sus desapariciones los sueños.

La palabra y su sombra nos apagan
los sentidos hasta volvernos polvo
original de un tiempo cuyas formas
hablan como la boca de los muertos.


El olvido respira detrás de los ojos

Las casas se dan vuelta sobre el piso
de dedos del azar que eterniza
todo este juego de perdidos triunfos
de la supervivencia apenas íntima.

El olvido respira detrás de los ojos.

Gira uno mismo en vilo y sobrevive
para llorar la soledad colmada
por la memoria que hace estallar
con elegancia réplicas de flores
–de miradas que aún siguen por los cielos
nombrando en orden a los animales
de las constelaciones. De recuerdos
sobre el amor de nuestras apariencias
ya inoperantes pero siempre atroces.

El olvido respira detrás de los ojos.

La memoria se da vuelta ella misma
de improviso –se mira por el lado
donde es tela de espejo. Se recuerda
por el lado de confundir el bosque
con la ciudad –el viento con los sueños
que entran por la ventana abierta al caos.
El aroma tentacular del fuego
con el ruido del mar cuando da golpes
de serpiente para que nazcan pájaros
de una estación quemada inútilmente
por al agua de alguna gran nostalgia.

El olvido respira detrás de los ojos.

Mañana el tiempo comerá en las manos
de las sirenas cálidas la muertas
que requiere para volverse pasado.
Irá lejos sin atender horarios
de consultas sobre el frío escamoso
que nos devora –lejos y no obstante
lo suficientemente cerca como
para que el mundo gire nunca en contra
a una velocidad en contra siempre
del goce de vivir a medias triste.

El olvido respira detrás de los ojos.

Y en este instante un perro oscuro gime
en las entrañas de mi corazón.
Gime mi corazón ante las puertas
de la naturaleza más horrible
que el rapto de tumbar patas arriba
la casa –de quemar a los amigos
y a sus amantes en las plazas públicas.

De envenenarse endemoniadamente
para no ver el hueco en donde el tiempo
y la memoria propia tejen ecos
de uno mismo de dos modos distintos:
uno del lado de no estar en nada
y otro del lado de no ser en nadie.

El olvido respira detrás de los ojos.


Raíces del moribundo

El moribundo vuelve el rostro
hacia el pasado que no es suyo
pero al que pertenece como
pertenecen a las cosas los seres.
Vuelve el rostro hacia la sombra
doméstica del porvenir que termina
muy cerca –justo encima del día
en que las otras soledades
comienzan a construir su pasado.

El moribundo se pregunta: ¿dónde
–en qué sitio de vagas predicciones
reposan los huesos de los ojos.
Las cenizas son seguridad brillantes
de aquellos ojos que al abrirse podían
con la gracia del azar de estar vivos
ponerles nombres a las partes lúcidas
del caos siempre original del tiempo?

¿Para desencadenar qué tormentas
en el ámbito de la casa cautiva
bajo el cielo del barrio –para entornar
qué puertas adecuadas al uso
sombrío de perros y fantasmas.
Para hacer qué demonios vino
Ana Raquel a incorporar sus hábitos
de animalito en flor a la memoria
de mis antepasados en trance entonces
de apagar en sus corazones las islas?

¿Dónde estuviste –dónde andarás ahora
virgen de téticas pálidas. Dónde estás
ahora fiera por conveniencia breve.
Muchacha de pestañas y pezuñas
que nacieron por principio distintas.
Dónde habrás dejado de ponerte
la túnica de esconder los sueños.
Dónde habrás terminado por aparecer
desnuda a secas definitivamente?

El moribundo acecha por detrás
de sus preguntas el final y no obstante
cree todavía en la piedad del pálpito
–en el amor de la mujer que salga
de alguna soledad como la suya
para llamarlo a gritos y lo salve
diciéndole que nunca habrá de amarlo.
Que nunca pronunciará su nombre
para no permitirle que padezca
la doble soledad de estar juntos.

El moribundo sopla la humedad
de sus remembranzas últimas.
Y sin embargo siente que es posible
la ruptura del círculo –la huída
por entre las dos voces de la muerte.
La aparición a flote de una tabla
con costillas de pared de raíces.
La aparición de esa antigua ventana
donde apoyarse para ver de nuevo
tal como la primera vez el mundo.

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