Violeta Rojo
@violetred
Debo hablar del mundo fantasmagórico de Hesnor
Rivera, poeta apocalíptico, al que amaron mujeres que “de seguro han muerto”,
habitante de “un país que destruyó la niebla”. En sus poemas hay gente horrible
“como la bondad lamentable”, cuyos “antepasados marinos tenían ramas en los
ojos marchitos, alas en los dientes heridos, garras en la muerte tatuada”; vive
en una ciudad construida con “piedra infernal, piedra de ojo”, en la que “la
muerte anda entre las rosas del patio”, tiene “el pecho agusanado de los
callejones sin salida”, y “se desangra tendida sobre los racimos de bananas”;
en ella hay mujeres con “muslos de serpiente acuática” que gritan “como un lobo
en el alba”, y el amor “de entonces era apenas algo semejante a una estrofa de
fantasmas lineales”. Me gustaría hablar de sus éxitos, de sus logros, pero debo
hablar de sus fantasmas; debo hablar de sus sombras y no de sus luces.
Hay otro problema. No sé quién fue el verdadero poeta,
no lo conocí, sé poco de su poesía. Lo que sé de él lo aprendí en Cadáver exquisito
de Norberto José Olivar, así que prefiero hablar del Hesnor de Norberto, porque
un personaje de novela termina siendo más cercano que cualquier persona y solo
en la novela están las grandes verdades de la vida.
Hesnor se enfrentará al espejo. “El horror del
espejo, incesante espejo” del que habla Borges. Allí estarán sus monstruos y
sus fantasmas. El día que el Hesnor de Olivar sale de Maracaibo rumbo a Chile,
Hesnor no se puede mirar en el espejo porque un terremoto lo rajó de parte a
parte. No floreció el lirio de agua, doña Hilaria
no era la Dama de Shallot, así que no contempló el yelmo ni la pluma, no miró hacia
Camelot pero sí a un Maracaibo en el que la gente aterrada se suicidaba y una
camioneta daba tres vueltas en el aire. Se abrieron grietas, se desató un aire
helado y un fraile enloquecido proclamó el apocalipsis. Hesnor dice: “Mi país rumia
en secreto/el agua de los desastres/desencadena los dientes de las alas y
rumia/los dientes que desangran”. Pudo haber escrito: “Al soplo huracanado del
levante, /los bosques sin color languidecían; /las aguas lamentábanse en la
orilla”, pero eso lo escribió Tennyson muchos años antes.
Hesnor se enfrenta al espejo. Nada se refleja, hay
que llenar ese vacío que lo horroriza. Debe convertirse en poeta. Siendo poeta
el espejo mostrará una imagen, la poesía lo salvará del silencio de la muerte
sin trascendencia. Pero eso no es fácil. Sabe que convertir los hechos en
poesía se paga con la vida. Le dicen que para entrar a Mandrágora (no es de extrañar
que el grupo se llamara como la más mágica de las plantas) debe hacer un pacto
demoníaco porque “era la única manera de vivir auténticamente en libertad, sin
ataduras, sin frenos, si no se sentía capaz sólo sería un tonto aspirante a surrealista
y su escritura jamás sería trascendente”. Esa noche Hesnor sueña que escribe un
soneto sobre un poeta al que el demonio le dicta unos versos. Se despierta,
escribe las palabras soñadas y en ese momento sabe “que el pacto está firmado y
sellado en esas pocas líneas”.
Al volver de Chile, Hesnor se encierra en un cuarto
alquilado en El Milagro porque no quiere faltar a la promesa de que volvería
famoso y rico. Ve “un lago en cuya superficie roja/bailan las cabezas
reblandecidas de las naranjas/abandonadas por los navegantes borrachos”. Le
falta un perro, pero no lo tendrá. Se va a Bogotá y vuelve convertido en el
personaje que doña Hilaria pensaba que debía ser. Convertirse en un personaje
de ficción es su sino de allí en adelante. No será él sino una máscara tanto el
poeta surrealista como el don Juan, el profesor, el director de periódico.
Debió decirle a doña Hilaria: “Madre ya no hay héroes. No hay cerezos/floridos
ni niños con vestidos rojos/Los marinos y los extranjeros no traen en sus
bolsos nieve ni pequeñas campanas./Madre: no hay arena en el viento y mueren
los hermosos caballos”. Pero eso lo escribe años después.
Hesnor se mira al espejo y ve a aquel con quien
hizo el pacto. “El huésped abre memorias heridas de soledad por entre cuyas
ruinas viene a silbar como un fantasma el viento”.
Hesnor se enfrenta al espejo. No ve alguien que
entró en Mandrágora, no ve al hombre que escribe una magnífica poesía. Otra vez
no ve nada. Debe llenar ese espejo vacío. Piensa que después de la muerte no
habrá recuerdo. Necesita relevancia, pero también necesita compañía. Junto a
sus compañeros de Apocalipsis (no es de extrañar que el grupo tuviera nombre de
fin del mundo) jura un pacto de muerte: “Si aspiramos a que nuestra poesía nos
sobreviva, camaradas, no podemos dejar que nos domestiquen, hagamos un pacto de
muerte ahora mismo, es la única manera de preservar nuestro trabajo y
salvarnos”. Nos dice Olivar que no se habla más, el acuerdo es “sin palabras,
sin actas, sin firmas. Cada uno elegiría su momento y su forma”. La poesía
llega pero los miembros del grupo van desapareciendo, ahogados por el alcohol,
muertos por su propia mano, escondiéndose de los demás, abandonando la
literatura, que es otro tipo de muerte.
Hesnor se enfrenta al espejo. Solo ve un monstruo,
el monstruo es la poesía por la que se firman pactos de muerte, signa a los que
se dedican a ella, “para ser poeta hay que bajar al infierno, hay que pagarlo
con la vida”. La poesía se paga con dolor, locura, muerte. Es un monstruo, el
que lo acecha en el espejo.
Hesnor se enfrenta al espejo. Es “silencio de
espejo sin alma”. Demasiados pactos. En el espejo no hay nada, no logra ver
todo lo que ha logrado. Espera “desnudo, mientras duerme la muerte tras el
espejo”. Hesnor, César David, Miyó, Atilio, Laurencio, Néstor y Régulo queman
los libros de Udón Pérez. No es un acto surrealista (podría haberlo sido), sino
una limpieza poética. La gente no se escandaliza, con lo cual el acto
surrealista queda fallo. Pero Olivar piensa que la quema hizo que “Udón Pérez
fuera exhumado ese día y ahora deambula con los
fantasmas de Apocalipsis por la maltrecha historia
del parnaso local”. Abdón Antero no se inmutó, sólo pensó: “Me ladra y me
muerde la burda ironía/Los canes hidrófobos de los Aristarcos.”
Hesnor se mira al espejo, ve al hombre encantador
que enamora a mujeres que “llegan desnudas tras el espejo de una soledad
incandescente”. Su “sonrisa tenía alojada en su blancura los ornamentos y los
espejos de la geografía de la muerte”.
Hesnor se enfrenta al espejo. Solo ve a un poeta.
No se da cuenta de que es un espléndido poeta, no percibe sus imágenes
fulgurantes. Necesita forjarse su propio mito porque cree que la poesía sola no
salva del olvido. Se encarga de un periódico y pasa a ser “El poeta” oficial de
Panorama. Construye su propia leyenda, méritos no le faltan, los tiene y muchos.
Pero él sabe que será “el espejo enterrado en esta tierra baldía que voy
siendo”.
Hesnor se enfrenta al espejo. Ve al fantasma de un hombre
que se ha hecho amigo “de un rey monstruoso”, de la potencia destructora,
comprende que su obra “es un dique de contención para aplazar la catástrofe.
Que es un organizador de la catástrofe”.
En alguna ocasión Hesnor encuentra un fantasma en Bogotá.
“Estaba revestido con el cadáver de la Duquesa que tocaba el piano frente a la
chimenea. Fue durante un pequeño baile donde mujeres de diferentes naciones me
hicieron dialogar con la sombra que me arrancaban las llamas”.
Hesnor se enfrenta al espejo. No entiende qué hace
allí. Solo encuentra “los espejos ubicados como sombras delirantes en los
pasillos ya gastados de la memoria”.
Hesnor y los de Apocalipsis van a París y escriben
un cadáver exquisito con Louis Aragon y con André Breton. Nunca sabremos si es
delirio, parte de la leyenda o verdad. No sabemos si unos franceses los
embaucaron. No sabremos nunca si aquel Breton que parecía un guía de museo del surrealismo
era el propio André. Yo puedo imaginarme que a partir de esa visita y ese vino
y ese cadáver, Breton escribió: “Me dicen que allá las playas son negras/De
lava encaminada a la mar/Y se extienden al pie de un inmenso pico humeante de
nieve/Bajo un segundo sol de canarios salvajes”. Ese día cierran Apocalipsis.
“Poco a poco, distantes como estamos/sube el olvido por nuestros sentidos/o
baja la ilusión saltando tramos/por la escala interior de los olvidos”.
Hesnor se enfrenta al espejo. “Hay días como hoy
que me acuesto sin cenar, escribo y remiendo, y me miro en el espejo y busco,
siempre busco y no sé”. En el espejo ahora se refleja el doble monstruoso, como
lo llamaría Víctor Bravo: por una parte poeta, por otra voceador de su propia
elegía. “No hay monstruo que no tienda a desdoblarse, no hay doble que no
esconda una monstruosidad secreta”, dice René Girard.
Hesnor se enfrenta al espejo. Ve al hombre que ha convertido
en noticias a los platillos voladores, al fin del mundo y a los iluminados que
lo predicen. Sabe que ahora cruza los dinteles “como si cabalgara sobre el
espinazo de un demonio”. Recuerda a Octavio Paz cuando dice que “el monstruo es
la proyección del otro que me habita”. El espejo refleja a un monstruo. Se da
cuenta que el peor miedo no es a la alteridad, sino a la interioridad.
Hesnor se enfrenta al espejo. Ve un fantasma. El
poeta luciferino ya no es él. No sabe que será reconocido, admirado y que se le
harán homenajes como el de hoy. Su propia leyenda es su fantasma. Se ha quedado
solo en una casa solitaria. Solo los gatos lo acompañan, protegiéndolo “contra los
fantasmas de los primeros diluvios”.
Hesnor se enfrenta al espejo y da “buenos días a
mis fantasmas transversales… (sí, a esos, a los del final del espejo)”. Porque
no siempre los fantasmas y los monstruos son horrendos, pueden ser también “la
maravillosa amenaza del amor/y sus risueños fantasmas”.
Hesnor pierde a la mujer que ama. Sus amigos dicen
que “parecía un fantasma en esa casa solitaria”. Se mira en el espejo, solo hay
murmullos. “Ahora sólo me refugio en esa/sombra de voces que se vuelve
espejo/cuando en mi voz hay agua de tristeza”.
Hesnor se enfrenta al espejo. Es un viejo. Tiene su
“hora ante el espejo”, esa que a todos nos aterra porque nos dice qué somos,
qué seremos y lo que ya nunca podremos ser, esa que nos muestra “qué vida tan
larga que se acerca”.
Hesnor se enfrenta al “espejo perfumado con las
hojas de un buitre/Los espejos de la cabellera que te oculta las alas”. Normalmente
nunca llega tarde, “pero es que hay veces que se tarda en el espejo buscando”.
Hesnor se mira al espejo, ve que lo espera la
muerte, se acuerda de los apocalípticos, a los que recuerda en un “un huerto de
fantasmas con plumaje de hortensias” y piensa que “fuimos desde entonces
fantasmas/-nada más que fantasmas-”. Hesnor se mira en el espejo. Ve miles de
Hesnor, son todos los personajes que construyó. Yo miro al espejo de Hesnor y
no sé si veo a Hesnor, a los personajes que él construyó para sí, al personaje
que Norberto construyó para
él, o al que yo construyo para ustedes. Todos son
fantasmas y hemos sido testigos de la muerte de “alguno de los bellos fantasmas”.
Ya no hay quien se mire, pero como diría el maestro Hesnor
Rivera: “Sólo queda el espejo”.
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