sábado, 23 de noviembre de 2013

El mundo fantasmagórico de Hesnor Rivera*

Violeta Rojo
@violetred



Debo hablar del mundo fantasmagórico de Hesnor Rivera, poeta apocalíptico, al que amaron mujeres que “de seguro han muerto”, habitante de “un país que destruyó la niebla”. En sus poemas hay gente horrible “como la bondad lamentable”, cuyos “antepasados marinos tenían ramas en los ojos marchitos, alas en los dientes heridos, garras en la muerte tatuada”; vive en una ciudad construida con “piedra infernal, piedra de ojo”, en la que “la muerte anda entre las rosas del patio”, tiene “el pecho agusanado de los callejones sin salida”, y “se desangra tendida sobre los racimos de bananas”; en ella hay mujeres con “muslos de serpiente acuática” que gritan “como un lobo en el alba”, y el amor “de entonces era apenas algo semejante a una estrofa de fantasmas lineales”. Me gustaría hablar de sus éxitos, de sus logros, pero debo hablar de sus fantasmas; debo hablar de sus sombras y no de sus luces.

Hay otro problema. No sé quién fue el verdadero poeta, no lo conocí, sé poco de su poesía. Lo que sé de él lo aprendí en Cadáver exquisito de Norberto José Olivar, así que prefiero hablar del Hesnor de Norberto, porque un personaje de novela termina siendo más cercano que cualquier persona y solo en la novela están las grandes verdades de la vida.

Hesnor se enfrentará al espejo. “El horror del espejo, incesante espejo” del que habla Borges. Allí estarán sus monstruos y sus fantasmas. El día que el Hesnor de Olivar sale de Maracaibo rumbo a Chile, Hesnor no se puede mirar en el espejo porque un terremoto lo rajó de parte a
parte. No floreció el lirio de agua, doña Hilaria no era la Dama de Shallot, así que no contempló el yelmo ni la pluma, no miró hacia Camelot pero sí a un Maracaibo en el que la gente aterrada se suicidaba y una camioneta daba tres vueltas en el aire. Se abrieron grietas, se desató un aire helado y un fraile enloquecido proclamó el apocalipsis. Hesnor dice: “Mi país rumia en secreto/el agua de los desastres/desencadena los dientes de las alas y rumia/los dientes que desangran”. Pudo haber escrito: “Al soplo huracanado del levante, /los bosques sin color languidecían; /las aguas lamentábanse en la orilla”, pero eso lo escribió Tennyson muchos años antes.

Hesnor se enfrenta al espejo. Nada se refleja, hay que llenar ese vacío que lo horroriza. Debe convertirse en poeta. Siendo poeta el espejo mostrará una imagen, la poesía lo salvará del silencio de la muerte sin trascendencia. Pero eso no es fácil. Sabe que convertir los hechos en poesía se paga con la vida. Le dicen que para entrar a Mandrágora (no es de extrañar que el grupo se llamara como la más mágica de las plantas) debe hacer un pacto demoníaco porque “era la única manera de vivir auténticamente en libertad, sin ataduras, sin frenos, si no se sentía capaz sólo sería un tonto aspirante a surrealista y su escritura jamás sería trascendente”. Esa noche Hesnor sueña que escribe un soneto sobre un poeta al que el demonio le dicta unos versos. Se despierta, escribe las palabras soñadas y en ese momento sabe “que el pacto está firmado y sellado en esas pocas líneas”.

Al volver de Chile, Hesnor se encierra en un cuarto alquilado en El Milagro porque no quiere faltar a la promesa de que volvería famoso y rico. Ve “un lago en cuya superficie roja/bailan las cabezas reblandecidas de las naranjas/abandonadas por los navegantes borrachos”. Le falta un perro, pero no lo tendrá. Se va a Bogotá y vuelve convertido en el personaje que doña Hilaria pensaba que debía ser. Convertirse en un personaje de ficción es su sino de allí en adelante. No será él sino una máscara tanto el poeta surrealista como el don Juan, el profesor, el director de periódico. Debió decirle a doña Hilaria: “Madre ya no hay héroes. No hay cerezos/floridos ni niños con vestidos rojos/Los marinos y los extranjeros no traen en sus bolsos nieve ni pequeñas campanas./Madre: no hay arena en el viento y mueren los hermosos caballos”. Pero eso lo escribe años después.

Hesnor se mira al espejo y ve a aquel con quien hizo el pacto. “El huésped abre memorias heridas de soledad por entre cuyas ruinas viene a silbar como un fantasma el viento”.

Hesnor se enfrenta al espejo. No ve alguien que entró en Mandrágora, no ve al hombre que escribe una magnífica poesía. Otra vez no ve nada. Debe llenar ese espejo vacío. Piensa que después de la muerte no habrá recuerdo. Necesita relevancia, pero también necesita compañía. Junto a sus compañeros de Apocalipsis (no es de extrañar que el grupo tuviera nombre de fin del mundo) jura un pacto de muerte: “Si aspiramos a que nuestra poesía nos sobreviva, camaradas, no podemos dejar que nos domestiquen, hagamos un pacto de muerte ahora mismo, es la única manera de preservar nuestro trabajo y salvarnos”. Nos dice Olivar que no se habla más, el acuerdo es “sin palabras, sin actas, sin firmas. Cada uno elegiría su momento y su forma”. La poesía llega pero los miembros del grupo van desapareciendo, ahogados por el alcohol, muertos por su propia mano, escondiéndose de los demás, abandonando la literatura, que es otro tipo de muerte.

Hesnor se enfrenta al espejo. Solo ve un monstruo, el monstruo es la poesía por la que se firman pactos de muerte, signa a los que se dedican a ella, “para ser poeta hay que bajar al infierno, hay que pagarlo con la vida”. La poesía se paga con dolor, locura, muerte. Es un monstruo, el que lo acecha en el espejo.

Hesnor se enfrenta al espejo. Es “silencio de espejo sin alma”. Demasiados pactos. En el espejo no hay nada, no logra ver todo lo que ha logrado. Espera “desnudo, mientras duerme la muerte tras el espejo”. Hesnor, César David, Miyó, Atilio, Laurencio, Néstor y Régulo queman los libros de Udón Pérez. No es un acto surrealista (podría haberlo sido), sino una limpieza poética. La gente no se escandaliza, con lo cual el acto surrealista queda fallo. Pero Olivar piensa que la quema hizo que “Udón Pérez fuera exhumado ese día y ahora deambula con los
fantasmas de Apocalipsis por la maltrecha historia del parnaso local”. Abdón Antero no se inmutó, sólo pensó: “Me ladra y me muerde la burda ironía/Los canes hidrófobos de los Aristarcos.”

Hesnor se mira al espejo, ve al hombre encantador que enamora a mujeres que “llegan desnudas tras el espejo de una soledad incandescente”. Su “sonrisa tenía alojada en su blancura los ornamentos y los espejos de la geografía de la muerte”.

Hesnor se enfrenta al espejo. Solo ve a un poeta. No se da cuenta de que es un espléndido poeta, no percibe sus imágenes fulgurantes. Necesita forjarse su propio mito porque cree que la poesía sola no salva del olvido. Se encarga de un periódico y pasa a ser “El poeta” oficial de Panorama. Construye su propia leyenda, méritos no le faltan, los tiene y muchos. Pero él sabe que será “el espejo enterrado en esta tierra baldía que voy siendo”.

Hesnor se enfrenta al espejo. Ve al fantasma de un hombre que se ha hecho amigo “de un rey monstruoso”, de la potencia destructora, comprende que su obra “es un dique de contención para aplazar la catástrofe. Que es un organizador de la catástrofe”.

En alguna ocasión Hesnor encuentra un fantasma en Bogotá. “Estaba revestido con el cadáver de la Duquesa que tocaba el piano frente a la chimenea. Fue durante un pequeño baile donde mujeres de diferentes naciones me hicieron dialogar con la sombra que me arrancaban las llamas”.

Hesnor se enfrenta al espejo. No entiende qué hace allí. Solo encuentra “los espejos ubicados como sombras delirantes en los pasillos ya gastados de la memoria”.

Hesnor y los de Apocalipsis van a París y escriben un cadáver exquisito con Louis Aragon y con André Breton. Nunca sabremos si es delirio, parte de la leyenda o verdad. No sabemos si unos franceses los embaucaron. No sabremos nunca si aquel Breton que parecía un guía de museo del surrealismo era el propio André. Yo puedo imaginarme que a partir de esa visita y ese vino y ese cadáver, Breton escribió: “Me dicen que allá las playas son negras/De lava encaminada a la mar/Y se extienden al pie de un inmenso pico humeante de nieve/Bajo un segundo sol de canarios salvajes”. Ese día cierran Apocalipsis. “Poco a poco, distantes como estamos/sube el olvido por nuestros sentidos/o baja la ilusión saltando tramos/por la escala interior de los olvidos”.

Hesnor se enfrenta al espejo. “Hay días como hoy que me acuesto sin cenar, escribo y remiendo, y me miro en el espejo y busco, siempre busco y no sé”. En el espejo ahora se refleja el doble monstruoso, como lo llamaría Víctor Bravo: por una parte poeta, por otra voceador de su propia elegía. “No hay monstruo que no tienda a desdoblarse, no hay doble que no esconda una monstruosidad secreta”, dice René Girard.

Hesnor se enfrenta al espejo. Ve al hombre que ha convertido en noticias a los platillos voladores, al fin del mundo y a los iluminados que lo predicen. Sabe que ahora cruza los dinteles “como si cabalgara sobre el espinazo de un demonio”. Recuerda a Octavio Paz cuando dice que “el monstruo es la proyección del otro que me habita”. El espejo refleja a un monstruo. Se da cuenta que el peor miedo no es a la alteridad, sino a la interioridad.
Hesnor se enfrenta al espejo. Ve un fantasma. El poeta luciferino ya no es él. No sabe que será reconocido, admirado y que se le harán homenajes como el de hoy. Su propia leyenda es su fantasma. Se ha quedado solo en una casa solitaria. Solo los gatos lo acompañan, protegiéndolo “contra los fantasmas de los primeros diluvios”.

Hesnor se enfrenta al espejo y da “buenos días a mis fantasmas transversales… (sí, a esos, a los del final del espejo)”. Porque no siempre los fantasmas y los monstruos son horrendos, pueden ser también “la maravillosa amenaza del amor/y sus risueños fantasmas”.

Hesnor pierde a la mujer que ama. Sus amigos dicen que “parecía un fantasma en esa casa solitaria”. Se mira en el espejo, solo hay murmullos. “Ahora sólo me refugio en esa/sombra de voces que se vuelve espejo/cuando en mi voz hay agua de tristeza”.

Hesnor se enfrenta al espejo. Es un viejo. Tiene su “hora ante el espejo”, esa que a todos nos aterra porque nos dice qué somos, qué seremos y lo que ya nunca podremos ser, esa que nos muestra “qué vida tan larga que se acerca”.

Hesnor se enfrenta al “espejo perfumado con las hojas de un buitre/Los espejos de la cabellera que te oculta las alas”. Normalmente nunca llega tarde, “pero es que hay veces que se tarda en el espejo buscando”.

Hesnor se mira al espejo, ve que lo espera la muerte, se acuerda de los apocalípticos, a los que recuerda en un “un huerto de fantasmas con plumaje de hortensias” y piensa que “fuimos desde entonces fantasmas/-nada más que fantasmas-”. Hesnor se mira en el espejo. Ve miles de Hesnor, son todos los personajes que construyó. Yo miro al espejo de Hesnor y no sé si veo a Hesnor, a los personajes que él construyó para sí, al personaje que Norberto construyó para
él, o al que yo construyo para ustedes. Todos son fantasmas y hemos sido testigos de la muerte de “alguno de los bellos fantasmas”.

Ya no hay quien se mire, pero como diría el maestro Hesnor Rivera: “Sólo queda el espejo”.


 [*] Ponencia de Violeta Rojo durante el homenaje al poeta Hesnor Rivera organizado por la Universidad Católica Cecilio Acosta UNICA, la Dirección de Cultura de LUZ y la Fundación Teatro Baralt. También publicado en la revista digital País Portátil

No hay comentarios:

Publicar un comentario