Por Mélida Briceño
La
poesía de Hesnor Rivera (Maracaibo 1928-2000) descubre la intima armonía entre
la frase y su sentido, sonido y concepto. Es uno de los más grandes sonetistas
de la poesía Venezolana, logra impugnar los moldes tradicionales de la lirica a
través de una tendencia surrealista que se hace presente con gran influencia en
su campo literario.
En
busca siempre del origen de sí mismo, de las cosas, y un afán por restituir las
identidades desde la memoria poética, reinventa un mundo paralelo en el que
apela a elementos de la ficción para recordar y anhelar lo vivido. Participa en
la famosa quema de las obras de Udón Pérez (1871-1926) y concluye llevando la
ortodoxia métrica a una altísima expresión.
Estamos
frente a un autor de vanguardia y su poesía se nutre de varias fuentes, entre
autores y tendencias. Se embriagó de las lecturas surrealistas pero los
aspectos formales de su escritura, sobre todo el preciosismo de los sonetos,
tienen claro anclaje en la tradición española del Siglo de oro: Gongora,
Quevedo y el misticismo.
Rivera
conocía muy bien la poesía francesa, de ella hay en él esa libertad que
privilegia el proceso creador frente al motivo, y también el desenfado del
lenguaje y el sentido gramatical, muy del surrealismo.
“Hesnor no era un usuario sino un amante del
lenguaje. Del suyo y del de los demás, de la Lengua con mayúscula, en la
poesía, en la docencia y en el periodismo, pero también en la conversación y en
la lectura. Y si algo enseña su obra –aunque tampoco sea el propósito de la
poesía enseñar nada- es la generosidad con la palabra, el acto de amor que es
enriquecer el mundo a través de la imagen, la necesidad de escribir intensa y
desbordadamente”, expresa su hija, Celalba Rivera Colomina, en una entrevista
que le hiciera Valmore Muñoz Arteaga, en julio de 2011, publicada en el blog literario
País Portátil.
Por
lo tanto, este trabajo constituye una revisión crítica de la poesía de Hesnor
Rivera, escrita a lo largo de la década de los 50 y que fue publicada en la
década del 60. El objeto de estudio son sus tres primeros poemarios: En la red de los éxodos (1963), Puerto de escala
(1965) y Superficie del enigma (1968). Todos publicados en Maracaibo por
Ediluz, editorial de la Universidad del Zulia.
Aunque ya desde finales de los años 40 sus poemas aparecían publicados
en periódicos y revistas.
A pesar
de haber conformado el grupo literario Apocalipsis, prácticamente efímero
(1955-1958), se puede decir que es a partir de finales de los años 50 que el
poeta logra configurar su obra respondiendo más a actitudes estéticas poéticas
que a políticas. El cotidiano encuentro con la ciudad, las pequeñas vivencias y
las mujeres amadas, además del persistente retorno al pasado y a la memoria
constituyen la temática central en estos tres textos que suman 45 poemas.
El
autor fue sumamente prolífico después de estas tres publicaciones. No podemos
dejar de mencionar su obra completa, aunque no atañe al objeto de estudio. En los
70 publicó cuatro libros: No siempre el
tiempo siempre (1975), Las ciudades nativas (1976), Persistencia del desvelo
(Monte Ávila Editores, 1976) y El visitante solo (1978).
En la
década de los 80 publicó dos obras: La
muerte en casa (1980) y El acoso de las cosas (1982), Los encuentros en la
tormenta del huésped (1988). En los 90 publicó sus dos últimos libros, Secreto
a voces (1992) y Endechas del invisible (1995). En total, dejó una obra de
doce libros publicados a lo largo de cuatro décadas y un poemario inédito: La gramática del alucinado.
Frente
a su extensa obra, solo nos referimos en esta oportunidad a los textos más
cercanos a la experiencia surrealista que influenció al autor entre esos años
50 y 60, y que además, conforma el periodo crucial del rompimiento con viejos
patrones románticos que predominaban en el Zulia en ese entonces, lo que
trascendió al ámbito nacional hasta el día de hoy y modificó para siempre la
historiografía de la poesía de la segunda mitad del siglo XX.
Su obra
es tan importante como la de sus contemporáneos Juan Sánchez Peláez, Juan
Liscano y Alfredo Silva Estrada, quienes también se iniciaron en los 50 y se
proyectaron hacia las décadas siguientes “con una obra cada vez más sólida que
habría de influir en la nueva promoción de poetas, la llamada Generación del cincuenta y ocho. Cada
uno desarrolló una línea poética diferente. Sánchez Peláez con marcada
influencia surrealista, Juan Liscano dentro del telurismo poético y Silva
Estrada más cercano al simbolismo”, cita Carmen Virginia Carrillo, en De la
belleza y el furor.
Hesnor
Rivera –continúa Carrillo– articula una poética fundacional y Juan Liscano
desarrolla lo que él mismo denomina “toma de conciencia telúrica”, mientras que
Silva Estrada se proyecta hacia una poética de la valoración estética que da
primacía a la imagen poética, sin abandonar ciertos planteamientos de carácter
conceptual en sus poemas.
La
visión de estos autores estuvo signada por eventos sociales, culturales,
políticos e intelectuales que marcaron el mundo entre los 50 y 60. Época en que
se favoreció el despliegue de las insurgencias, los movimientos feministas, el
Mayo francés, la revolución cubana. Todo este contexto no sólo lleva al deseo
de transformar la sociedad sino, desde el punto de vista cultural, orienta el
campo intelectual hacia una literatura comprometida.
“El inicio
de la postmodernidad ha sido señalado por algunos teóricos a partir de los años
50 y el surgimiento de la contracultura en los años 60. La resistencia que
ejercieron los grupos marginales en Europa y América por mantener su autonomía
o defender sus derechos frente a las imposiciones de las culturas dominantes y
los detentadores del poder, condujo a la creación de contraculturas disidentes
(…) en los años 60 la postmodernidad se manifestó en un “campo de fuerzas”
donde dialogaban corrientes de pensamientos tan diversas como el marxismo y el
psicoanálisis, la Gestalt y el Zen, entre otros”, cita Carmen Virginia Carrillo.
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