martes, 1 de julio de 2014

Hesnor Rivera, el apocalíptico

Por Mélida Briceño
 
 
 La poesía de Hesnor Rivera (Maracaibo 1928-2000) descubre la intima armonía entre la frase y su sentido, sonido y concepto. Es uno de los más grandes sonetistas de la poesía Venezolana, logra impugnar los moldes tradicionales de la lirica a través de una tendencia surrealista que se hace presente con gran influencia en su campo literario.
En busca siempre del origen de sí mismo, de las cosas, y un afán por restituir las identidades desde la memoria poética, reinventa un mundo paralelo en el que apela a elementos de la ficción para recordar y anhelar lo vivido. Participa en la famosa quema de las obras de Udón Pérez (1871-1926) y concluye llevando la ortodoxia métrica a una altísima expresión.
Estamos frente a un autor de vanguardia y su poesía se nutre de varias fuentes, entre autores y tendencias. Se embriagó de las lecturas surrealistas pero los aspectos formales de su escritura, sobre todo el preciosismo de los sonetos, tienen claro anclaje en la tradición española del Siglo de oro: Gongora, Quevedo y el misticismo.
Rivera conocía muy bien la poesía francesa, de ella hay en él esa libertad que privilegia el proceso creador frente al motivo, y también el desenfado del lenguaje y el sentido gramatical, muy del surrealismo.
“Hesnor no era un usuario sino un amante del lenguaje. Del suyo y del de los demás, de la Lengua con mayúscula, en la poesía, en la docencia y en el periodismo, pero también en la conversación y en la lectura. Y si algo enseña su obra –aunque tampoco sea el propósito de la poesía enseñar nada- es la generosidad con la palabra, el acto de amor que es enriquecer el mundo a través de la imagen, la necesidad de escribir intensa y desbordadamente”, expresa su hija, Celalba Rivera Colomina, en una entrevista que le hiciera Valmore Muñoz Arteaga, en julio de 2011, publicada en el blog literario País Portátil.
Por lo tanto, este trabajo constituye una revisión crítica de la poesía de Hesnor Rivera, escrita a lo largo de la década de los 50 y que fue publicada en la década del 60. El objeto de estudio son sus tres primeros poemarios: En la red de los éxodos (1963), Puerto de escala (1965) y Superficie del enigma (1968). Todos publicados en Maracaibo por Ediluz, editorial de la Universidad del Zulia.  Aunque ya desde finales de los años 40 sus poemas aparecían publicados en periódicos y revistas.
A pesar de haber conformado el grupo literario Apocalipsis, prácticamente efímero (1955-1958), se puede decir que es a partir de finales de los años 50 que el poeta logra configurar su obra respondiendo más a actitudes estéticas poéticas que a políticas. El cotidiano encuentro con la ciudad, las pequeñas vivencias y las mujeres amadas, además del persistente retorno al pasado y a la memoria constituyen la temática central en estos tres textos que suman 45 poemas.
El autor fue sumamente prolífico después de estas tres publicaciones. No podemos dejar de mencionar su obra completa, aunque no atañe al objeto de estudio. En los 70 publicó cuatro libros: No siempre el tiempo siempre (1975), Las ciudades nativas (1976), Persistencia del desvelo (Monte Ávila Editores, 1976) y El visitante solo (1978).
En la década de los 80 publicó dos obras: La muerte en casa (1980) y El acoso de las cosas (1982), Los encuentros en la tormenta del huésped (1988). En los 90 publicó sus dos últimos libros, Secreto a voces (1992) y Endechas del invisible (1995). En total, dejó una obra de doce libros publicados a lo largo de cuatro décadas y un poemario inédito: La gramática del alucinado.
Frente a su extensa obra, solo nos referimos en esta oportunidad a los textos más cercanos a la experiencia surrealista que influenció al autor entre esos años 50 y 60, y que además, conforma el periodo crucial del rompimiento con viejos patrones románticos que predominaban en el Zulia en ese entonces, lo que trascendió al ámbito nacional hasta el día de hoy y modificó para siempre la historiografía de la poesía de la segunda mitad del siglo XX.
Su obra es tan importante como la de sus contemporáneos Juan Sánchez Peláez, Juan Liscano y Alfredo Silva Estrada, quienes también se iniciaron en los 50 y se proyectaron hacia las décadas siguientes “con una obra cada vez más sólida que habría de influir en la nueva promoción de poetas, la llamada Generación del cincuenta y ocho. Cada uno desarrolló una línea poética diferente. Sánchez Peláez con marcada influencia surrealista, Juan Liscano dentro del telurismo poético y Silva Estrada más cercano al simbolismo”, cita Carmen Virginia Carrillo, en De la belleza y el furor.
Hesnor Rivera –continúa Carrillo– articula una poética fundacional y Juan Liscano desarrolla lo que él mismo denomina “toma de conciencia telúrica”, mientras que Silva Estrada se proyecta hacia una poética de la valoración estética que da primacía a la imagen poética, sin abandonar ciertos planteamientos de carácter conceptual en sus poemas.
La visión de estos autores estuvo signada por eventos sociales, culturales, políticos e intelectuales que marcaron el mundo entre los 50 y 60. Época en que se favoreció el despliegue de las insurgencias, los movimientos feministas, el Mayo francés, la revolución cubana. Todo este contexto no sólo lleva al deseo de transformar la sociedad sino, desde el punto de vista cultural, orienta el campo intelectual hacia una literatura comprometida.
“El inicio de la postmodernidad ha sido señalado por algunos teóricos a partir de los años 50 y el surgimiento de la contracultura en los años 60. La resistencia que ejercieron los grupos marginales en Europa y América por mantener su autonomía o defender sus derechos frente a las imposiciones de las culturas dominantes y los detentadores del poder, condujo a la creación de contraculturas disidentes (…) en los años 60 la postmodernidad se manifestó en un “campo de fuerzas” donde dialogaban corrientes de pensamientos tan diversas como el marxismo y el psicoanálisis, la Gestalt y el Zen, entre otros”, cita Carmen Virginia Carrillo.

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