A través de este espacio dedicado al poeta Hesnor Rivera aprovechamos para volver a rescatar a otro de los miembros del Grupo Apocalipsis (1956-1958), se trata de Laurencio Sánchez Palomares. Presentamos acá los poemas que conforman un pequeño libro llamado Para una Fábula.
I
A
la altura del alba el viento es más intenso.
Y
hay una tristeza como de lámparas que mueren
en
un lugar del mundo.
La
lluvia ha golpeado con fuerza los muros más antiguos.
Yo
he perdido la mansedumbre que traje de mi muerte.
Íbamos
descalzos, persiguiendo la luna,
y
levantábamos las garzas y encendíamos el bosque
secreto
de las fábulas.
Íbamos
hacia los cundiamores
que
iluminaban serpientes al sur del océano.
Entonces,
ella dormía sobre un césped de raíces jóvenes
en
medio de la flora y de los pájaros
y
su almohada estaba hecha de las nubes más blancas.
Yo
era el desvelado que corría detrás de su risa
para
rescatarla de la noche.
Entonces
tenía la mansedumbre de las liebres más tristes.
II
Al
sur de agosto
los
puertos eran más azules.
Una
ciudad había iluminada como el palacio de las vírgenes.
Al
sur de agosto
ella
amaba las mariposas,
extendía
sus manos como lámparas después que caía la lluvia en los jardines,
y
lanzaba piedras enormes para abrir inmensas
cataratas
en el aire.
Al
sur de agosto la tierra no osaba detenerse nunca.
Mi
madre miraba los mendigos como viniendo de la tarde.
Entonces
teníamos el corazón de las perdices
más
alegres
vueltas
hacia el crepúsculo.
III
Volvíamos
al sur.
En
la selva más virgen el viento movía los árboles.
Los
frutos anunciaban la perfección de su crecimiento.
El
mundo estaba iluminado y las rocas brillaban como el oro.
En
el centro del bosque nos sorprendió la alegría de las lámparas.
Yo
le di a comer el pan que traía en la cesta hecha
de
pequeños tallos de bambú. Comimos.
En
la tarde sus pies dejaron una huella perfecta,
más
fina que el ala de los pájaros cuando rozan el alba.
Los
arroyos del bosque se repartían en sonrisas
para
que ella les diera toda la frescura de sus manos.
Descendimos
hasta una piedra casi antigua. El olor
de
los altos cerezos nos envolvía. Ella dulcemente
recostada
a mi corazón como una margarita.
Yo
sentí la gran admiración universal. El cielo alto
se
asomaba por todas las estrellas.
Todas
las bestias nos miraban con encantamiento
y
se arrodillaban para adorar nuestra gran mansedumbre.
Mi
lado izquierdo dijo: Somos la composición del universo.
Mi
bella amada dijo: Nuestro amos será como el primer día
de
la creación del mundo. Nuestro amor crecerá
como
las lámparas para alumbrar la tierra del hombre.
Venid,
aves enviadas a sepultar las tristezas
de
los árboles del sur. Venid, fuentes,
a
lavar las heridas de los ensangrentados.
Hoy
quiero pan para todos los mendigos
y
bellas cestas de flores para encantar los astros.
IV
Me
detuve ante los adolescentes que lucían como lámparas.
Allí
la tierra era feliz.
Las
espigas eran sus vecinas más próximas.
La
brisa de la tarde hacía sonreír las flores.
La
primavera vestía los árboles y se encantaba
en
el juego de los enamorados sobre el césped.
Después
me arrodillé y besé la tierra por el encantamiento
que
me daba la alegría de la luz en los rostros.
Los
adolescentes ríen jubilosamente y huyen
hacia
el campo tomados de las manos.
Los
adolescentes aman la lluvia y los árboles
y
todos los crepúsculos.
Los
adolescentes beben agua en una bella jícara común.
¡Oh
adolescentes!
Os
he amado más que a las ciudades
que
me esperan extendidas como bellas lagunas.
Os
he amado más que a las estrellas livianas del sur.
Vuestra
alegría ha rescatado mi alma de las bestias
y
ha iniciado el viaje alrededor de todas las constelaciones.
Las
aves os saludan
y
os entregan la sombra de sus bellos plumajes.
El
río que descansa encima de las piedras os invita a dormir
sobre
sus aguas.
¡Oh
adolescentes! Yo os imagino olvidados.
V
He
vuelto al río,
hay
allí una piedra enorme
donde
se esconden los pájaros y el viento silba.
A
los pasos azules
donde
la infancia salta como las constelaciones.
Y
la sonrisa busca las espigas del oro.
Al
río del pez volador
a
los nidos de los pájaros negros
a
las jícaras de barro
a
las madrugadas celestes
a
los altos bambúes donde los venablos duermen
y
los gallos enamoran gallinas salvajes.
He
vuelto al sitio donde los hermanos Vargas
se
reunían a la orden del más fuerte
y
enarbolaban caucheras como estrellas de fuego.
A
la casa de las piñas rojas
a
la casa de campo donde hay animales mansos
encerrados
entre alambres de púas.
A
los hornos de cal
donde
los leños son como crepúsculos
donde
la tarde pierde su tristeza
y
las mujeres cogen agua en tinajas oscuras.
He
vuelto a andar entre hormigas doradas.
He
vuelto a las montañas de peña azul
con
un pañuelo rojo.
A
los altos almendrones.
Almirante
menea su cola y mira con sus ojos azules
mis
sobrinas juegan en el patio con sus muñecas
rubias
traídas de París.
Y
Julio Helvecio me habla del abuelo
que
se fue a las estrellas.
VI
Andabas
entre animales tristes acompañada de la muerte.
Allí
estaba la noche con sus árboles fríos,
la
soledad de los caballos y el olor de la hierba.
El
silencio era como una flor bermeja.
El
día se retorcía entre los bejucos
y
las maderas antiguas iniciaban sus historias.
Andabas
junto a los amenazantes enigmas.
Junto
a los perros caídos, junto a las hogueras,
junto
a las vacas relucientes
con
los cabellos vueltos hacia el sur
como
formando una gruta encima de tus hombros.
Tú
esperabas la lluvia
como
los caballos,
como
las noche.
Ibas
y venías entre las curvas de los árboles
donde
el viento aún estaba fresco por las alas
de
los gallos.
Te
veía regresar de los altos jardines del sol
después
de buscarte en la tristeza del día.
En
el patio rondaba la alegría de los pavos reales
y
mi padre con un gato esperaba la noche.
Entonces
yo iba por los altos corredores
en
busca de una jícara y de aquella esterilla
que
tenía un tigre y un león pintados,
y
abría todas las puertas y oía el viento
en
la alta noche de las hierbas bajando de los árboles.
VII
Hoy
un partido de ferrocarriles
bajo
un cielo distinto.
Los
andenes lucían lunas grises.
Yo
también a esa hora partía hacia todos los relámpagos,
hacia
el encuentro de mi padre muerto,
en
una sandalia de cebra traída de África del Sur.
A
esa hora partíamos y nos abandonábamos a la angustia
y
mi sombra huía de la luz.
En
el tiempo morían los caballos
y
las frutas del alba caían con gallinas muertas.
La
noche endurecía mis zapatos
en
el sepulcro más negro de los barcos anclados.
Mis
hermanos de leche también habían partido
derribando
árboles de viento.
Hay
una hora en que todas las aves llaman a la muerte
y
los ríos se llenan de imágenes
y
las bestias sienten un miedo terrible.
Hay
una hora en que se apresuran
como
convidados por una voz urgente.
Hay
una hora que nos conmueve como a un seno violentado.
Hay
una hora en que todos los relojes
parecen
detenidos.
Hay
una hora en que alumbran las mujeres
en
todos los lugares del mundo
y
hay blancos, y hay hombres negros
y
hay hombres amarillos.